Ahí estaban todos, unidos entre cánticos de victoria para celebrar que eran los campeones. La hinchada rival ya había abandonado su zona del estadio y sólo quedaban ellos, sus voces convertidas en una sola y su equipo con la copa sobre el césped.
Los periodistas se afanaban en sacar la mejor instantánea, aquella que lograse hacer justicia a la magnificencia de la ocasión. Las crónicas se escribían solas, llenas de palabras grandilocuentes y recargadas frases pormenorizando los puntos clave de la temporada. Durante días no se hablaría de otra cosa.
Gritando desaforado tras la pancarta de su peña, un hombre voceaba como si quisiera que los pulmones se le salieran por la boca. Estaba pletórico tras ver la goleada con la que habían puesto el broche de oro al título, y nada podría estropearle la diversión. Nada, salvo él: a apenas cuatro butacas de distancia estaba Julián, el director de la peña y su enemigo mortal.
La simple visión de Julián fue suficiente para nublar el buen humor y la alegría de la victoria; la prudencia aconsejaba una pausa para ir al baño. Haciendo a un lado a un par de compañeros de trinchera deportiva, caminó hacia las escaleras para intentar tranquilizarse. Con un poco de suerte la seguridad del estadio no se daría cuenta de que dejaba su asiento y podría irse un poco más allá para no volver a verle la cara a ese imbécil.
Una vez en el baño se encerró en el cubículo más cercano a la puerta. Al salir, se dio cuenta de que todos los grifos estaban abiertos. Absolutamente todos. Vaya, pensó, Julián no debe de ser el único desgraciado que hay hoy aquí. Sonrió de medio lado y justo cuando estaba a punto de llegar al graderío ese pensamiento le paralizó. Desde luego que Julián no era el único imbécil que había allí. Ya al entrar había chocado con un par de chavales que, sin cuidado ninguno, le habían arrollado sin disculparse.
Sin llegar a sentarse, se puso a pensar en la de gente que había a su alrededor esa noche, y en cuántos de todos ellos serían otros imbéciles como Julián. Por estadística muchos serían los típicos retrasados que iban con la música a todo trapo por la calle sin importarles un comino los demás. Otros tantos estarían bebiendo cervezas, una tras otra, y cogerían el coche para volver a casa convirtiéndose en un peligro para ellos y el resto de conductores. Y por supuesto seguro que más de uno habría gastado un dinero que no tenía para ir a ese partido. Cuántos de todos ellos serían, en definitiva, personas infames cuyas existencias jamás deberían haberse materializado.
Asqueado ante esa triste reflexión, decidió dar media vuelta y abandonar el estadio. En cuestión de segundos había pasado de formar parte de una victoriosa hermandad a sentirse como un borrego más dentro de una lamentable cerca de egoísmo, ignorancia y estupidez.
A su espalda, y sin saber muy bien cómo, los cánticos de los campeones se transformaban en un graznido inaguantable que bramaba, tan alto y fuerte como podía, la triste y repugnante realidad de la condición humana.
Foto de portada: ©Pexels
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