Era uno de enero y era tarde. Tarde para arrepentirse de las copas de más que ahora le llenaban la cabeza de nubarrones negros. Tarde para evitar haber bailado con ese chico tan guapo que en cuanto vio la oportunidad le metió mano –llevándose un sopapo como recordatorio para el resto del año–. Y tarde también para Marcos, cuyo propósito de Año Nuevo no era ser puntual precisamente. Laura escondía las ojeras tras unas gafas de sol y removía el café que le acababan de llevar con aire distraído, rememorando los trescientos sesenta y cinco días anteriores y lo rápido que los había dejado atrás. Estaba tan enfrascada mirando por la ventana –gente pasando, familias con niños, perros con sus dueños– que no reparó en que su amigo la miraba de pie a su lado.
– Lo haces mal.
La voz sobresaltó a Laura y, arqueando las cejas, se giró para mirar a Marcos de arriba abajo.
– Feliz Año para ti también, simpático –le respondió mientras él se sentaba–. ¿Se puede saber qué hago mal?
– Remover el café.
Ahora iba a resultar que había formas correctas e incorrectas de darle vueltas a la cucharilla. Resoplando esperó a que Marcos pidiese y le invitó con un ademán a explicarle la incorrección que estaba cometiendo.
– Tienes que removerlo hacia la izquierda para que el azúcar se disuelva antes.
– ¿Y eso por qué?
– En el hemisferio norte los desagües giran de forma natural hacia la derecha, por lo que si quieres aplicar mayor resistencia al líquido y que las partículas de azúcar se disuelvan antes has de removerlo hacia la izquierda. Efecto Coriolis, chata.
– ¿Entonces en Argentina habría que hacerlo al revés?
– Eso es.
A Laura se le ocurrió preguntarle para qué lado habría que remover el café en el Ecuador, pero prefirió dejarlo correr. Cuando Marcos se despertaba aleccionador era mejor pasar de él.
– ¿Qué tal la noche?
– Toledana.
– De ahí las gafas, ¿no?
Asintió ella, aprovechando para rehacerse la coleta mientras a él le traían su té.
– ¿Marcamos anoche?
– Uno lo intentó, pero se llevó una tarjeta roja en toda la cara.
– Bien hecho.
– Nunca sabes a lo que te arriesgas cuando le cruzas la cara a un gilipollas, pero reconozco que te quedas muy a gusto al hacerlo.
Aprovecharon los dos para beber antes de cambiar de tema.
– ¿Qué tal la cena con la familia?
– Menuda pregunta… entre la nueva novia de mi tío, la abuela medio demenciada y que son las primeras navidades sin el abuelo…
– Menudo cuadro… ¿tus primos?
– Uno no vino, aunque casi mejor. Con el resto bien, aunque no es que haya mucha conversación.
– Si es que a las familias las carga el diablo.
– Pero hay que verlas.
Marcos negó con la cabeza mientras echaba un poco más de azúcar en su té y lo removía hacia la izquierda.
– Yo debo de tener un concepto de familia diferente, porque esa manía de verse porque sí no la entiendo. Si no aguantas a tus hermanos o a tus primos, ¿para qué sufrir?
– ¿Y entonces? ¿Cuándo les ves?
– Nunca, si es posible.
– ¿Entonces para qué está la familia?
– Mira… pongamos que mi primo es un idiota. O mi hermana, por hacer el ejemplo más cercano. ¿Qué ganas con ese ejercicio de hipocresía impostada que es una reunión familiar? Yo no quiero verte y tú a mí menos… ¿Para qué forzarlo?
– Repito: ¿entonces para qué está la familia?
– Para ayudarse. Cuando haga falta y sin poner pegas. La diferencia entre cualquier persona del mundo y un familiar es que al familiar le voy a hacer cualquier favor si está en mi mano. No necesito agradecimientos, no tenemos por qué vernos, simplemente lo hago porque eres de mi familia. Hay un vínculo que te separa del común de los mortales, aunque no me caigas bien. ¿Necesitas algo? Pues lo hago. Porque eres de mi familia.
– Que visión más pragmática de la familia. Ni amor ni leches.
– ¡Si no les aguantas! ¿Para qué sufrirles si no quiero estar con ellos? Si necesitan cualquier cosa que cuenten conmigo, pero no hagamos como que tenemos algo en común cuando no es verdad.
Laura no iba a dejarle irse de rositas, volviendo a la carga una vez más.
– Vale… ¿y la familia a la que quieres cuál es?
– Termínate el café –sonrió Marcos llamando al camarero.
Ella apuró el tibio líquido marrón y le mostró la taza vacía.
– ¿Qué vas a hacer?
– Pedir dos gin-tonics para brindar con la familia que de verdad importa. La que yo he elegido.
No era todavía hora de copas, ni Laura tenía el estómago para más alcohol, y sin embargo sonrió ante la propuesta de su amigo aceptando de buen grado brindar con él por, al menos, trescientos sesenta y cinco días más de amistad familiar.