«Una posición aplastante en el centro da derecho a atacar en un ala.»
Aron Nimzowitsch
La alegría dura poco en el campo de batalla. En la vida tampoco dura mucho, pero en la guerra todo pasa más rápido. Muchas cosas, todas a la vez, en un carrusel de emociones mientras esquivas la tumba. Justo lo que no han podido hacer nuestros compañeros de caballería, que sin resuello tras haber logrado abatir a la unidad de infantería de nuestro flanco están siendo masacrados por otra compañía de piqueros que han aparecido de Dios sabe dónde. Miramos a nuestro capitán esperando la orden de acudir en su ayuda pero el gesto de nuestro líder es claro. Una mezcla de desprecio y hastío cruza su rostro mientras aparta la vista como harto de tanta muerte sin sentido. Nosotros a lo nuestro, parece decir. A mantener la posición y a esperar órdenes. No somos los niños bonitos de la caballería, somos simples soldados que no importamos a nadie y si no nos cubrimos la espalda nosotros mismos nadie lo hará. No le falta razón, pero ya van dos columnas montadas que caen, mientras que los rivales solamente han perdido una: la que de madrugada y arriesgando el pellejo hemos empalado en el cerro que ocupamos ahora mismo.
Mantened posiciones, no flaqueéis, grita el capitán sobre el barullo de la batalla. Su voz se mezcla con los chasquidos de las picas al partirse, los relinchos de los caballos al chocar contra el suelo y el cruento berrido gutural de los hombres al morir. Trago saliva y rechino los dientes intentando apartar la vista de lo poco que puedo ver desde el sur de la loma, pero no puedo dejar de mirar. El espectáculo es morbosamente fascinante.
Con el tiempo los trotes se van apagando, el polvo abandona el aire y blanquea los cadáveres y los estandartes pisoteados, y algunos piqueros enemigos nos señalan amenazantes zarandeando nuestros maltratados pendones sucios de sangre y tierra. Vosotros sois los siguientes, gritan. Es una bravuconada más, una treta para sacarnos de quicio y obligarnos a cometer una estupidez, pero afortunadamente mis compañeros son todos hombres cabales. Tienen suficientes batallas en la memoria y cicatrices en el cuerpo, y pese a que estamos deseando degollar a esos malnacidos mantenemos nuestra posición apretando con fuerza la empuñadura de nuestras armas. Ya habrá tiempo de ajustar cuentas, dice nuestro capitán con buen criterio, y da la espalda a nuestros rivales sin darles más importancia.
Es un tipo peculiar el capitán. Desde que me encuentro bajo su mando apenas le he oído hablar, siempre con aire taciturno estudiando los alrededores listo para dar la orden adecuada ante una emboscada enemiga. Tiene los ojos oscuros y pequeños, un fuerte mentón manchado de barba de dos días y melena castaña cayendo desaliñada hasta los hombros. Tan alto como yo, de fuertes espaldas y pulso seguro. Bien parecido, podría decirse. Capaz de llevarse de calle a cualquier moza si no fuese por la seriedad perenne que acuartela su rostro.
El sol sigue trazando su arco imperturbable en el firmamento pegando con suficiente fuerza como para que las pequeñas perlas de sudor de nuestras frentes pasen a ser finos regueros amargos que retiramos de los ojos con el antebrazo. El uniforme no es precisamente cómodo y las axilas negrean de humedad, pero no tenemos otra que aguantar. Algunos se quitan el casco y se abren la casaca, otros se echan agua en la cara para refrescarse. Yo por mi parte intento aguantar sin demasiado aspaviento en un estoico intento de demostrarme que soy mejor que el resto.
Una voz nos devuelve a todos a la realidad, a la loma en la que apenas ochenta soldados aguantamos divididos en tres frentes en medio del territorio enemigo. El que ha gritado es uno de los hombres que vigila la empalizada norte, más cercana al escarpado desnivel que nos protege de los piqueros enemigos. Parece que empezamos a sobrar pues nuestros enemigos se disponen a retomar el cerro con las dos compañías de infantería que nos flanquean atacando a la vez. Como no sabemos lo que nos espera colina arriba –no vemos más que rocas y musgo en el desfiladero– nuestro capitán decide mantener a los hombres que defienden la valla en su posición, trasladándonos a nosotros a la ladera este. Sólo deja dos vigías en la cuesta por la que subimos anoche para avisar de un posible intento de rodearnos.
Por el oeste los piqueros que han acabado con nuestra caballería apuntan sus armas hacia nosotros. Al este sus compañeros les imitan colocándose en la falda de la loma. Y nosotros en medio, sin saber cómo nos las vamos a apañar para parar el ataque. Miro al capitán, que acaba de llegar a nuestro lado, y parece tranquilo, impasible ante la pinza que nos van a hacer. Es verdad que contamos con la ventaja de la altura para defendernos, pero son dos compañías completas flanqueándonos y ya hemos sufrido varias bajas… y sin embargo el capitán ni se inmuta. Casi podría decirse hasta que sonríe… ¿Cómo puede sonreír en esta situación? Vuelvo mi vista hacia donde él mira tratando de comprender qué clase de locura se ha adueñado de la mente de nuestro superior y entonces comprendo su gesto. Desde el bosque una nube de polvo viene a nuestro encuentro con el rumor de decenas de cascos retumbando en la tierra. El estandarte blanco va al frente, guiando una escuadra de arqueros a caballo que carga a toda velocidad contra la retaguardia de los piqueros. Estos tratan de formar un muro de hierro que rápidamente cae ante las certeras flechas de nuestros compañeros. Todos respiramos aliviados.
Al otro lado del cerro parece que se han enterado de que si lanzan el ataque lo harán ellos solos, por lo que muy prudentemente abortan la intentona replegándose unos cientos de metros más allá. Frente a mí veo cómo los caballos se empotran entre las picas mal colocadas, causando estragos en una unidad que por intentar acabar con nosotros ha firmado su sentencia de muerte. Algunos soldados trepan ladera arriba pero ninguno alcanza la mitad de la ascensión, pues desde abajo varios arqueros muestran su implacable pericia derribándolos a flechazos. Varios de nosotros –yo entre ellos– les gritamos que les dejen subir para ser nosotros quienes decidamos su suerte. Todos queremos ser partícipes de la violenta orgía de muerte que estamos disfrutando desde lo alto de la colina.
El capitán, tan pragmático como siempre, se aparta del borde del barranco mostrando una total despreocupación por lo que ocurre allí abajo. A él sólo le interesa mantener a sus hombres a salvo, y una vez pasado el peligro su trabajo es anticiparse al siguiente ataque. Es soldado viejo, y creo que está un punto asqueado de la vil condición humana, tan cruentamente representada en la escabechina que ya se va apaciguando loma abajo.
Es casi mediodía y seguimos vivos. No podemos quejarnos de momento.
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