«El jugador que lleva ventaja debe atacar o perderá dicha ventaja.»
Wilhelm Steinitz
A mi izquierda alguien canturrea una melodía sin letra ni ritmo. No sé si la improvisa o simplemente entona muy mal, pero de alguna manera nos ayuda a pasar el rato. A hacer más amena la espera. Creo que ya está cansado de cantar, sin embargo le piden que siga para entretenernos. Parece mentira pero nos aburrimos en medio de la batalla. Rodeados de cadáveres, tras haber enterrado a nuestros muertos y con una pila de cuerpos al borde del barranco. Nos aburrimos. Casi preferiría avanzar hacia el enemigo. Casi.
Hemos vuelto a la ladera sur y formamos dos apretadas filas de soldados perfectamente alineadas. En caso de ataque sabemos bien qué hacer: las picas de la primera fila apoyadas en tierra en un ángulo de unos cuarenta grados con el suelo –evitando así una carga de caballería–, y la segunda fila elevándolas paralelas a la cuesta. Aunque una cosa es la teoría y otra bien distinta la práctica.
Estoy regodeándome en mi propio tedio –esto es inaguantable, en qué puñetas estará pensando el alto mando, etcétera– y me viene a la cabeza una frase que siempre suele decir mi padre: cuidado con lo que pides, pues corres el riesgo de que se haga realidad. No terminan de resonar esas palabras en mi mente cuando veo aparecer desde el bosque a un hombre a caballo llevando un pendón blanco. Es un batidor, probablemente con órdenes nada halagüeñas para nosotros. Me parece que vamos a echar de menos aburrirnos durante un tiempo.
Tras el santo y seña abrimos un pequeño hueco para que pase el jinete, que nos mira con una mezcla de altivez y asco en la mirada. Supongo que se deberá a la evidente diferencia entre su pulcro uniforme y los nuestros llenos de rotos, con tierra y sangre tornando la otrora reluciente tela en un mosaico de suciedad parda. También nuestras caras deben causar aprensión, bajitos desde su montura, malhumorados y recelosos ante las noticias que trae del cuartel general. Nosotros estamos partiéndonos la cara aquí mientras tú das paseítos a caballo, debe creer que pensamos, así que desembucha y desaparece de nuestra vista. Es triste que entre camaradas nos envidiemos así, pero cuando es tu pellejo el que está en juego no hay tiempo para misericordias. Y pensar que hace tan solo un instante nos aburríamos…
El capitán da la bienvenida al mensajero con un desganado saludo militar, tendiéndole la mano para recibir el documento en el que le transmiten sus órdenes. El jinete niega con la cabeza. Nada de papeles, sólo órdenes de palabra. No se puede correr el riesgo de que el enemigo conozca nuestros planes. Y nuestro superior con cara de dudar si hacerse el harakiri –esa extraña práctica suicida de la que hablan los viajeros que vienen del Japón– o si degollar aquí mismo al batidor. Tras controlar el acceso de ira se tranquiliza y le mira de nuevo a la espera de instrucciones. Momentos después el trote del caballo pasa a nuestro lado llevándose nuestras miradas de odio clavadas en los cuartos traseros.
¡A formar!, grita el capitán colocándose el casco y recogiendo sus enseres. Luego nos explica la situación: el alto mando ha decidido que debemos seguir avanzando, y ahora que parece que el frente está tranquilo vamos a continuar la ascensión ladera arriba. Los arqueros del flanco derecho son nuestro apoyo, aunque viendo la distancia a la que se encuentran me parece que poco apoyo nos van a brindar. De nuevo somos la punta de lanza de nuestro ejército, y a nosotros nos va a tocar jugárnosla por el angosto sendero para intentar pillar desprevenidos a nuestros rivales. Si no fuese porque estamos bajo el mando de un hombre tan capaz me daría la vuelta ahora mismo; una cosa es lanzar una encamisada en silencio y rayando el alba y otra bien distinta marchar camino arriba bajo un sol espléndido para que jueguen al tiro al blanco con nosotros. Soy un soldado, me repito una vez más al colocarme hombro con hombro con mis camaradas.
La empalizada de la izquierda ha sido retirada y pasamos en fila de a tres por el desfiladero, ascendiendo entre riscos tratando de hacer el menor ruido posible, como si ochenta personas con sus uniformes, picas, espadas y demás utensilios de guerra pudieran ir en silencio, más aún cuando los ecos de cada paso rebotan en las piedras peligrosamente amplificados. No. Es imposible. Y sin embargo de momento no llueven flechas ni nos hemos topado con vigías por el camino. Igual nuestros enemigos están concentrando sus fuerzas en otro lugar del campo de batalla. Puede que mientras nosotros avanzamos esperando lo peor, la fatalidad se haya cebado en el resto de nuestro ejército gracias a la astucia de los líderes rivales. Poco importa si no llegamos vivos a lo alto del montecillo. Haya o no caído el cuartel general de nada servirá si no salimos de esta para contarlo.
No parecía tan larga la subida cuando iniciamos el avance, y entre curvas imposibles podemos apreciar el campo de batalla en todo su esplendor. Desde aquí se ven todas nuestras fuerzas desplegadas en distintos puntos, lo que da a nuestros enemigos una ventaja decisiva a la hora de colocar sus tropas. No entiendo por qué nuestro cuartel general se conformó con una posición tan pobre estratégicamente, obligándose a arrebatar a nuestros rivales este altozano y reclamarlo para nosotros. Y cómo no, tenemos que ser siempre los mismos los que nos la jugamos sin saber qué naipes tiene el contrario.
Poco a poco la pendiente se hace menos escarpada y la linde del camino se amplía hacia los lados pudiendo añadir hombres a nuestros costados. La fila va creciendo de tres a ocho soldados en varios metros, y se empieza a apreciar un cambio en la vegetación, apareciendo pequeños arbustos donde antes sólo cabía musgo y hierba. Estamos llegando a lo alto de la colina y no nos han cosido a flechazos.
Más adelante, a la derecha, hay un macizo de rocas desde el que seguro podremos orientarnos mejor y ver qué hay a nuestro alrededor. Por eso me ofrezco voluntario para escalarlo, algo que el capitán aprueba con un simple gesto de cabeza –ya he dicho que el hombre es muy suyo– mientras el resto forma en posición defensiva. Así me aparto de mis compañeros y me dispongo a trepar con mucho ojo de dónde pongo pies y manos, no vaya a ser que lo que no han conseguido nuestros enemigos lo logre yo solo despeñándome por falta de cuidado. El viento casi me tira en más de una ocasión pero consigo dominar la situación aferrándome fuertemente a la roca desnuda, ascendiendo unos quince metros hasta llegar a la cumbre. Arriba hay espacio para estar de pie sin problemas, por lo que me coloco orientado hacia el oeste y echo un vistazo haciendo visera con la mano.
Ahora entiendo por qué no hemos visto ninguna unidad montada aparte de a la que hemos vencido al amanecer. El enemigo las ha debido de estar guardando para futuras fases de la contienda porque lejos, al oeste, veo un campamento de caballería pesada, y más cerca unos arcabuceros a caballo y una columna de caballería ligera lista para formar. Solamente han bajado a la explanada los hombres a pie, deduzco que en un intento de aprovechar toda la fuerza de los rocines en las cargas pendiente abajo cuando nos decidiésemos a asaltar su posición. Un excelente uso de la geografía, hay que reconocerlo. No creo que nuestros enemigos tengan ninguna intención de buscar el cuerpo a cuerpo: vamos a tener que ser nosotros, en misiones suicidas como la que está llevando acabo mi compañía, los que vayamos a su encuentro rezando por salir bien parados.
Sigo oteando la lejanía cuando un ruido a mi espalda llama mi atención. Con cuidado voy girando y de pronto cruzo la mirada con tres hombres que me observan con cara de no comprender qué hago en lo alto del promontorio. Son arqueros enemigos, y a unos veinte pasos está el resto de su compañía. Que Dios nos coja confesados.
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