Solo, salgo de mi camerino y me acerco a las escaleras que llevan al escenario. Reviso la chaqueta y estiro los cuellos de la camisa para que la presentación al público sea lo más decorosa posible. Dejo una botella de agua en el suelo. Asiento cuando me abren la puerta y respiro hondo. Una vez. No será la única que lo haga.
Solo, sonrío al aplauso del público, saludo al director y hago una reverencia. El sudor se pierde por mi espalda en cuanto me siento en la banqueta, que vuelve a estar demasiado alta, como en los ensayos, como si alguien se empeñase en poner trabas a mi concentración ya antes de empezar el concierto. Cuando está a mi gusto piso los pedales, acaricio la última tecla negra con el índice y vuelvo a respirar hondo. Dos veces. Miro al director y asiento.
Solo, ataco la primera frase del concierto, con fuerza y aplomo; con decisión. No es un pasaje complejo, al menos no para mí, y lo resuelvo de manera brillante manteniendo en todo momento mi cara de trance. En el escenario no sólo se toca, también se actúa, porque al público le gusta mantener la idea romántica del genio en comunión con la música, de la catarsis entre intérprete y obra. Se te veía disfrutar, estabas como ido, me dicen mucho. Si ellos supieran…
Solo, me enfrento a esa escala endemoniada, a esas octavas agotadoras, a esa infame escritura que hace que hasta las perneras de los pantalones se me peguen a la piel convirtiendo cada movimiento en un suplicio frío y húmedo. Mis manos están heladas a pesar del bochorno que cae desde los focos. Aprovecho el descanso entre movimientos para respirar hondo. Tres veces. Noto el pulso en las sienes y brillantes perlas de sudor resbalarme por la frente. La pierna izquierda me tiembla pero la aplasto contra el suelo. No puedo dudar.
Solo, cambio la sonoridad del piano, la tímbrica, la dureza del sonido. Juego con él combinando instantes melifluos con desbocados truenos, todo perfectamente pensado para que parezca fácil y fruto de la inspiración. El público no tiene por qué enterarse de cuántas horas me ha llevado sacar adelante la obra; ese es mi trabajo. El suyo es disfrutar, y por eso entrecierro los ojos con mimo. Para dar espectáculo.
Solo, fallo una nota y evito crispar las cejas. Hay que seguir adelante y nadie parece haberse dado cuenta. El pedal lo soluciona todo. Soy empujado por la orquesta, por los gestos del director, por la expectación de la gente. Veo el final; no queda mucho y ya ha pasado lo peor. Es el momento de, sin dejar llevarse del todo, disfrutar.
Solo, aporreo con saña los últimos acordes, cierro los ojos, y aguanto muy quieto el silencio denso que sucede a la resonancia de la obra en la sala. El tiempo, muerto, de pronto se acelera, y al silencio denso le sigue un atronador aplauso tan lleno vida como el concierto que acabo de terminar. Estoy agotado, húmedo, pero el trabajo sigue. Saludo al público, doy la mano al director, al concertino y salgo. Tomo la botella que había dejado en el suelo y bebo con ansia. Respiro hondo. Cuatro veces.
Solo, vuelvo al escenario, donde la gente sigue aplaudiendo como loca. La atmósfera es increíble y hace que el agotamiento se transforme en una especie de vértigo de adrenalina. Estoy eufórico, querría gritar, tirarme al público para que me cogieran en brazos y me moviesen de lado a lado del patio de butacas. Por un instante me siento como debe de sentirse el mismo Dios.
Solo, me siento en la banqueta, digo unas palabras chapurreadas en el idioma autóctono y ataco el bis. Vuelven los nervios, pero de otra manera. Regresa la tensión, pero de otra forma. Ahora soy yo el que manda, el pastor que guía al rebaño, una estrella capaz de deslumbrar a esos simples mortales que han venido a disfrutar de mi talento. La pieza es sencilla pero resultona, magnífica para arrancar una ovación, y en cuanto termina todo el mundo se pone en pie. Soy el mejor pianista del mundo.
Solo, salgo del escenario con los ecos de los aplausos todavía zumbándome en los oídos. Saludo al personal del auditorio, me voy a mi camerino y me ducho. No soy muy lento haciéndolo, en apenas diez minutos recojo el uniforme de trabajo, estiro y me visto de calle. Llaman a la puerta. Respiro hondo. Cinco veces.
Solo, me enfrento a los saludos de los cazadores de autógrafos, a las fotos y a las felicitaciones en un idioma que no comprendo. El maestro se acerca para despedirse; la segunda parte del concierto va a continuar. Nos abrazamos y nos lanzamos algún que otro cumplido esperando volver a coincidir pronto. Siempre hay que quedar bien.
Solo, cojo mi maletín, me despido del encargado de seguridad y cojo un taxi hasta mi hotel. Me muero de ganas de hablar con alguien pero no puedo porque nadie conoce mi idioma. Estoy agotado pero sigo en éxtasis.
Solo llego al hotel, subo a mi habitación y dejo todo de cualquier forma en la habitación. El restaurante está cerrado y ya es tarde, de modo que me acerco a la esquina, a un restaurante de comida rápida, y me compro una hamburguesa que sé que me repetirá al día siguiente. Tengo una sensación extraña en el estómago. Un mareo producido por la vorágine de emociones que todavía circulan por mi cuerpo y que no se irán hasta dentro de, al menos, dos horas. Cambiaría todos los aplausos recibidos esa tarde por poder estar con mis amigos tomando algo.
Solo, vuelvo al hotel, subo a mi habitación y ceno en la cama. Eufórico por lo bien que ha ido el concierto y al mismo tiempo a punto de echarme a llorar. Termino y apago la luz. Pongo la alarma a las siete de la mañana para poder coger el vuelo del día siguiente y doy vueltas bajo las sábanas incapaz de dormir. Porque sigo enfermo de adrenalina. Porque me siento desarraigado del mundo. Porque mi vida es la música y la música muchas veces trae aparejada la soledad.
Foto de portada: ©Josh Nuttall.
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