Es una sensación agridulce, pues el final es ineludible pero conforme se avanza es imposible que no duela anticiparlo. Sobre todo cuando las cosas van bien. En las relaciones todo duele más cuando las cosas van bien. Y, sin embargo, un final rápido suele ser sinónimo de que el disfrute ha sido máximo. Se podría decir que a menos tiempo, mayor felicidad. Qué paradoja.
Por supuesto eso pasa cuando todo va bien, muy bien, lo cual es excepcional. Muchas veces se dedica uno a la tarea con la cabeza llena de ilusiones, de ideas preconcebidas por experiencias pasadas, recomendaciones, o la promesa de una foto. Es entonces cuando pasa lo que pasa. Así se dan los casos más apurados: los que nacen ya con un sabor diferente presionados por la comparación previa realizada de oídas, desde el desconocimiento. No tiene que ser nada fácil cumplir con tantas expectativas.
Como siempre en las relaciones, hay veces que las cosas empiezan bien pero se tuercen, y esas molestan aún más si cabe. Algo que falla desde el principio se encaja bien, es hasta esperable. Vaya mierda, podía haber sido mejor, qué lástima, y se acabó. Tú para un lado y yo para otro. Sin embargo cuando el inicio es exitoso, cuando la relación fluye y en lo único que piensas es en avanzar en la historia, se corre el peligro de que el cuento acabe por amojamarse solo, incapaz de mantener esa tensión de los primeros días. Aquí pueden pasar dos cosas: o aceptamos que el asunto no es para nosotros o nos empecinamos en seguir adelante.
Si claudicamos, si decidimos que un buen comienzo no vale la pena el sufrimiento del resto de la película, superaremos esa voz interna que nos invita a seguir o, incluso, nos culpa de ser nosotros los que no estamos a la altura. Claro que también podemos emperrarnos en alargar el idilio más de lo debido: la historia se elonga tediosamente cual chicle demasiado mascado, ese que ya no vuelve a su ser ni aunque lo hagas una pelota entre los dedos. Esas relaciones chicle, con mucho sabor al principio pero que se vuelven pastosas al poco tiempo, tienen mucho peligro. Y por ello cabrean más que las que no pasan del primer capítulo.
En esta jungla en la que vivimos hay relaciones de todos los tipos, formas y tamaños. Cada una con un secreto que desvelar en voz baja, casi siempre en silencio y soledad. Y no nos engañemos: el cuerpo pide en cada momento una cosa. Hay veces que hace falta algo ligero, para pasar el rato, que nos enganche mucho para poder soltarlo luego satisfechos y saciados. Otras, en cambio, se necesita algo profundo, serio; algo que nos marque para toda la vida y a lo que podamos volver conforme pasen los años descubriendo nuevos matices que, en anteriores ocasiones, no habíamos percibido.
Y siempre existe esa agridulce sensación a abandono cuando todo se termina. Tiene que ser así, nada es eterno. Hayamos escogido un libro por una recomendación, por la foto de una portada, nos cautive en la primera página o nos obligue a claudicar en la ciento cincuenta, siempre llegará el momento de cerrar las tapas.
Nadie dijo que esto de las relaciones con la lectura tenía que ser justo. Son libros, están acostumbrados a ello. Viven en estantes y anaqueles esperando la caricia de la mano amiga, el compadreo con el lector entregado y lúcido, e incluso la ignorancia del iletrado. Una nueva relación con alguien que esté lo suficientemente loco para leerlos. Ellos lo aguantan todo, sean de primera o de decimoprimera mano. Son mercenarios de su propia causa y saben que, hoy más que nunca, para atreverse a asomar la nariz a sus lomos hay que estar como una auténtica regadera.
Foto de portada: ©StockSnap
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