He dejado todo en orden. O eso espero. Demasiado tiempo lo he postergado, ya que las ganas de seguir adelante, de sentirme joven todavía, tiran a veces más que la cabeza. Pero ya ha llegado el momento de poner cada cosa en su sitio, cada idea en su recipiente: la Parca llega sin avisar y no quiero que me pille con trabajo por hacer.
Trabajo… eso es lo importante. Para el que, como yo, trabaja con retales de historias almacenados en el subconsciente, la muerte mata doblemente: primero a mi y luego a todas esas ideas que jamás verán la luz. Y yo, como creador de todas ellas, no puedo permitirlo. Sobre la mesa he extendido mis cuadernos, unos de tapas negras, otros de tapas rojas, todos ellos con olor a tinta reciente. Ninguno contiene una novela completa, ni siquiera un relato cerrado. Solo fragmentos, jirones de esos mundos que no tendrán tiempo de florecer.
Esto no es algo nuevo para mí. Llevo muchos años haciéndolo: elegir al enfrentar cada día el papel en blanco qué personajes nacerán y cuáles no. Qué amor se cumplirá, qué ciudad se construirá, qué sueño llegará a las manos del lector. Es una suerte, lo admito, pero la elección siempre es dura y nunca se sabe del todo si se está tomando la correcta.
Apilaré los cuadernos y los dejaré esperando a un lado de mi mesa de trabajo. Listos para pasar el testigo con una nota escrita encima: Adrián, termina lo que a mi no me dio tiempo.
Él no lo sabe todavía. O quizá sí, qué sé yo. Siempre me observaba en silencio, con una mezcla de respeto y algo parecido al hambre. Hambre de aprender, de historias. No sé por qué me eligió, ni qué le aporto, pero ahí sigue y suya será la recompensa si la quiere. Escribe lo suficientemente bien como para confiarle la tarea. Ser mi heredero.
A él le dejo los personajes que no llegaron a nacer. Los esbozos de tramas. Las escenas que quedaron demasiado bien para ser descartadas del todo y podrían reutilizarse. Retales, en definitiva, de novelas que yo ya no podré escribir pero que vagan por mi mente como los espermatozoides que no alcanzaron el óvulo. Atrapados, a medio camino entre la existencia y el olvido, esperando que alguien los despierte.
Me estremece pensar que quizá no los entienda, que los cambie, que los traicione. Pero así es la herencia: una entrega y una renuncia. Uno no puede elegir cómo seguirá viviendo lo que deja atrás.
Hace días que el cuerpo me pesa como si fuera prestado. Ya no escribo: corrijo, tacho, releo, releo, releo. A veces me descubro mirando mis propias frases como si fueran de otro. Quizá siempre lo fueron. En otra carpeta están mis notas más antiguas: las ideas que tuve cuando aún creía que una buena historia bastaba para ser eterno. Eternidad, qué bonito sueño. Qué oscura osadía a la que aspirar.
A veces espero que Adrián lo entienda, que encuentre los cuadernos y continúe mi legado. Otras, en cambio, creo que sería mejor que tirase todo a la basura y empezase el suyo propio.
En cualquier caso poco importa, pues yo no estaré aquí para verlo.
Foto de portada: ©Pexels
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Otro domingo y otro relato que me gusta. Tienes una imaginación alucinante, cada semana uno nuevo, no se de dónde lo sacas.
Sigue así, mola cada domingo leer tus relatos.
Un abrazo
Jesús