Son cerca de las dos, y él se ha echado a reír. No sé por qué, ya nunca le pregunto. Puede ser por cualquier cosa, tal y como está su cabeza. Le paso el rallador y me contesta de forma amable, como si no me conociera; como si yo no fuese su hijo. La cocina es pequeña y cabemos sólo los dos; el resto de la familia está en el salón, esperando a que terminemos de hacer la comida.
Mi padre se empeña en ayudar en la cocina. Siempre le ha gustado cocinar. Ya es muy mayor, pero si no se le deja se enfada: frunce el ceño, grita y se pone a hacer aspavientos como un loco. Después se encierra en su habitación. De ahí ya no sale y tenemos que ir a buscarle hablándole suave, encontrándonoslo siempre frente a la foto del retablo de la catedral vieja de Salamanca. Ese que tanto le gustaba cuando era más joven. Cuando era él. Tengo que llevarle a verlo, que lo disfrute antes de que… En fin, no quiero quedarme con esa deuda colgando.
Me empieza a hablar de la última película que ha visto; “la del palíndromo” como la llama él. La perogrullada se le ocurrió al ver el título, TENET, y con ese nombre se quedó. A todos nos animó ver renacer los rescoldos primigenios de lo que en otro tiempo fue su cerebro. Su mente se apaga, dejándonos un poco más huérfanos cada día. Salvo en alguna ocasión no creo que volvamos a oírle criticar con su habitual aire cínico las noticias, y mucho menos recitar poesías de memoria, como las que le leía a mi madre de novios. Cuando la enfermedad haga cumbre mi padre habrá muerto. Su cascarón seguirá ahí, respirando y moviéndose, pero la esencia, lo que le volvía mi padre, ya no estará.
Lo que más pena me da mientras le dejo ayudarme torpemente en la cocina es que en el momento en el que termine de marchitarse también lo hará una parte de mi vida. Los recuerdos de mi infancia son vagos y, casi todos, prestados. Sólo él queda como testigo de eso que un día fui. Cuando él se vaya también se irán el niño que buscaba gamusinos en el pueblo y el bebé que vomitaba la leche materna. Nadie podrá contar esas historias y eso, egoístamente, me da mucha pena.
– Chico —me dice sonriente—. Pásame el anastro ese ese.
– ¿El cucharón?
– Ese, ese.
Abro el grifo y me lavo las manos. Después le ayudo a quitarse los restos de tomate de entre las uñas.
— Se parecen —dice al mirar mis dedos, tan largos y huesudos como los suyos—. Cualquiera diría que somos familia.
Se echa a reír y sale de la cocina camino del salón dejándome con una lágrima jugueteando sobre mi mejilla mientras me pregunto cuánto faltará para que, junto al cerebro de mi padre, muera definitivamente una parte de mi existencia.
Foto de portada: ©MiVargof
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