El ruido de las obras de la Gran Vía se desparramaba por la calle Montera hasta la gente que paseaba por la Puerta del Sol. Cerca del casino la campanilla del tranvía tintineaba apartando a los grupitos de peatones, que se retiraban con una graciosa carrerita para evitar ser atropellados. Algún improperio barriobajero se caía entre los raíles salpicando al conductor de malas palabras, a lo que él respondía haciendo sonar de nuevo la campanilla. Era un día anodinamente normal en Madrid.
En el deambular de personas se podían apreciar vestimentas muy variadas, desde lujosos fracs hasta simples monos de trabajo, pero desde luego lo más llamativo eran las cabezas: todas estaban protegidas del sol de una u otra forma. Así, junto al inicio de la calle Preciados, cuatro albañiles se tapaban las ideas con simples gorrillas de lona; más allá un grupo de caballeros lucía elegantes chisteras, y entre ellos las señoras estaban engalanadas de pamelas de colores; bombines de uso diario, sombreros de ala corta y larga, de canotier, boinas, tocados, e incluso dos tricornios de una pareja de la guardia civil. Un bosque entero de cráneos guarecidos del sol llenaba el centro de la capital, tal y como mandaban los cánones de la época.
Para dar aún más color al crisol de testas madrileñas, por la calle Mayor llegaban cuatro jóvenes, dos hombres y dos mujeres, intachables en su aspecto salvo por un pequeño detalle: los cuatro iban con la cabeza descubierta. Con pinta de estudiantes de la Residencia, caminaban con una osada despreocupación.
— Necesitamos liberar las ideas —había dicho una de las mujeres al comenzar el paseo.
— ¡Fuera los sombreros!
La chiquillada, propia de una juventud transgresora y surrealista, no tardó en atraer miradas reprobadoras del bosque de cráneos sombrereados, dejando a su paso un reguero de siseos y murmullos que anticipaban lo que estaba a punto de ocurrir.
— Pero poneros un algo, sinvergüenzas.
— Ya no queda decencia ninguna.
— Pero ande vais, maricones.
Las lindezas empezaron a caer como las primeras gotas de una tormenta, empapándoles en pocos metros sus cabezas descubiertas. Los cuatro jóvenes reían con una risita nerviosa, pero la borrasca arreciaba desde el lado de los sombreros convirtiéndose pronto en un granizo de piedras que les llegaba de alguna parte de la maleza. Los más cobardes, como suele ocurrir, se convertían en seres peligrosos al verse protegidos por la turba.
— ¡Por aquí, que estos locos nos matan!
El griterío quedó atrás conforme salían de la Puerta del Sol, perdiéndose entre las calles aledañas mientras las piedras seguían volando en su dirección. Poco después el peligro había pasado: habían salido ilesos del bosque de sombreros con una espléndida anécdota para contar en la Residencia de estudiantes.
Continuando su paseo con las cabezas desnudas y caminar abstraído, ninguno de los cuatro supo en ese momento de la importancia real de lo que acababan de hacer. Con el simple gesto de ir por la calle sin sombrero, los jóvenes Maruja Mallo, Margarita Manso, Salvador Dalí y Federico García Lorca acababan de dar nombre al olvidado grupo de mujeres que formaría parte de la Generación del 27. Habían nacido las Sinsombrero.
Foto de portada: ©Megan Markham
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