Son las diez de la noche y miro por la ventana. Los últimos rayos de sol languidecen sobre los edificios cercanos dejando paso a la luz de las farolas. Hace calor.
En la tele farfullan cosas de política, de economía y de sociedad. No le hago demasiado caso. Hablan de la factura de la luz, esa que no para de subir, y de cómo afecta a los ciudadanos a la hora de trabajar, de cocinar, de poner la lavadora… ¡la lavadora! He tendido la ropa esta mañana y no la he bajado todavía. Cagüen todo.
Resoplando cojo el barreño y me encamino a la puerta de casa. En el bolsillo meto la llave y la de la portilla de la terraza comunal, y dejo la entrada entreabierta ya que a esas horas no va a pasar nadie por la escalera. En efecto estoy solo durante todo el trayecto. Sólo el temporizador de la luz tintinea junto a la antigua casa del portero. La que lleva vacía desde hace años.
La puerta, metálica y vieja, rechina al abrirse como en las películas de miedo. Los fantasmas son las sábanas y calzoncillos agitándose al viento en la oscuridad. Una pinza ha salido volando y tengo que agacharme a recoger un par de calcetines. Hay que joderse, con la mierda que tiene el suelo. Para eso pone uno la lavadora. Lleno el barreño tan rápido como puedo y miro de nuevo a la noche ya vacía de espectros de ropa limpia. La terraza está vacía.
Bajo las escaleras escuchando de nuevo el tintineo del temporizador. Los escalones siempre rechinan más cuando se desciende, como si bajar a la calle penalizase más en términos de escalera que subir de planta. En realidad me da igual, yo estoy alquilado. Con pagar la renta cada mes tengo suficiente. La luz de la escalera se apaga, llenando la del recibidor de mi casa todo el descansillo. Me extraña pues yo había dejado la puerta casi cerrada.
Me doy cuenta de que lo de la puerta no es lo único extraño. Algo ha cambiado en el recibidor. No sé exactamente qué es, pero lo noto en cuanto echo la llave. No se oye nada. Sólo siento algo diferente. Pasan unos segundos hasta que me doy cuenta de que es el frío. En mi casa antes hacía calor, pero ahora hace frío. Un frío que se me mete dentro y me pone los pelos de punta.
Un chispazo apaga la luz. Acciono el interruptor varias veces pero sigo a oscuras. Menudo momento para fundirse la bombilla. Avanzo a tientas hasta el salón con la sensación de que algo no va bien, llegando con el codo al interruptor que está junto a la puerta. La bombilla del techo ilumina la sala.
Hay algo en medio de la habitación. Algo oscuro y sin ojos que de alguna forma sé que me está mirando. Es una sombra… no, no es una sombra. Es mi propio miedo convertido en una masa oscura e informe que levita sobre dos enormes tentáculos a pocos pasos de distancia.
Intento gritar pero no me sale la voz. Intento correr pero mis piernas están agarrotadas. El corazón me late tan rápido que me produce náuseas.
Por el suelo dos extensiones de esa enorme criatura de miedo que se ha colado en mi casa reptan hasta aferrarse a mis tobillos tirándome de rodillas. Están congelados. La colada vuela en todas direcciones cayéndome una sábana encima. A través de ella veo a la sombra acercarse sin hacer ningún ruido. Silenciosa, se yergue frente a mi antes de que todo se vuelva oscuro.
El pulso se me desboca. Siento mucho frío.
Mis pulmones no pueden coger aire. Siento mucho miedo.
Luego ya no siento nada.
Foto de portada: ©Gabriela Motta
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Jolin que miedo!….todo empezó por las horas intempestivas de tender la ropa por los dichosos «valles horarios » de luz….. y eso que estamos en el país del sol….