El gancho no estaba en el modelo. Tampoco en el precio. El gancho estaba en las fotos. Ya podíamos poner las mejores razones del mundo para explicar por qué vendíamos la moto o el precio más suculento para que algún primo picase, que si las fotos no llamaban la atención la estafa no iba a salir como debía.
Para que la cosa fuese bien nos dimos de plazo una semana. Elegimos una moto porque era fácil de hacer desaparecer si las cosas se torcían, y el modelo lo sacamos de una lista de las más vendidas del año. Descartamos las cinco primeras y afanamos una lo suficientemente atractiva como para cumplir con el tiempo que nos habíamos dado. Le cambiamos la matrícula, la pintamos y en pocos días estábamos listos para empezar.
Una vez subido el anuncio a dos o tres webs no tardaron en escribir interesados, sin embargo todos parecían demasiado listos. Al final terminó por aparecer la persona adecuada: un hombre de cincuenta y tantos años que quería la primera moto para su hija. Ese era nuestro primo.
Para quedar con él mandamos a Álvaro, que al ser bajito y delgado podía pasar por un pringado cualquiera. Alguien completamente inofensivo. Su trabajo era empatizar con el objetivo y que la estafa siguiese adelante. Se ofrecería a ayudar con todo el tema de gestoría, cambio de nombre, etcétera porque un amigo suyo podía hacerlo rápido y a buen precio. Esa misma noche llamaron para confirmar que se quedaban con la moto.
El primer paso era hacer que pagasen una señal. Cien, doscientos euros serían suficientes. Así les manteníamos activos en la estafa. Después empezaba la parte final: redactar todo un papeleo falso, con un gestor falso, utilizar la matrícula falsa y un número de bastidor falso. El tiempo corría en nuestra contra.
En tres días todos los trámites burocráticos estaban listos; trámites burocráticos que obviamente no se habían hecho. Entonces llegaba el momento crítico: quedar de nuevo con el primo para entregarle la moto, pero antes tenía que hacernos la transferencia. Una vez recibido el dinero la cuenta bancaria se vaciaba y cerraba. ¿Por qué? Porque nadie iba a presentarse a entregar la moto.
Para cuando el pardillo y su hija llegasen al lugar de encuentro nosotros ya estaríamos en otra ciudad, con el dinero a salvo y dispuestos a encontrar al siguiente primo al que timar. Sólo había que repintar la moto, cambiarle la matrícula y la estafa empezaría de nuevo.
Foto de portada: ©Oxana Melis
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