Debió venir al hotel unos años antes de que yo empezase a trabajar aquí. Por aquel entonces yo era un simple botones, muy joven y muy ingenuo, pero ya pude darme cuenta de que el huésped de la suite 3327 era muy particular.
Todas las mañanas salía temprano a dar un paseo y, a la vuelta, su habitación se cerraba con el cartelito de no molestar colocado en la puerta. Era mayor, de más de ochenta años, y según comentaban las señoras de la limpieza su suite estaba llena de papeles imposibles de entender, dibujos extraños y comida para pájaros. Al parecer había montado en su ventana un pequeño comedero para las palomas, que durante todo el día iban a visitarle. Aparte de eso y sus salidas para comer, poco más se sabía del huésped de la suite 3327.
Además de joven e ingenuo, también era un poco cotilla, de modo que me las apañé para aprender las rutinas del anciano. Al principio sólo intercambiábamos saludos, pero con el tiempo fue hablando un poco más conmigo, quizá porque se dio cuenta de la curiosidad que me generaba. Ver sus mejillas completamente hundidas sostener su gran cráneo escaso de pelo me generaba una gran ternura.
Entre lo que él me decía con su suave acento extranjero y lo que se comentaba en el hotel pude ir haciéndome una idea de cómo era. Un científico, decían algunos, un inventor, otros. Un loco, oí alguna vez. Quizá esa es la otra cara de la genialidad. No hay nadie extraordinario que no sea extravagante o un tanto excéntrico. Aquí, en el Wyndham New Yorker, he visto a muchas personas extrañas, pero a pocos genios.
He de decir que la curiosidad no era lo único que me movía. También había parte de lástima en mi forma de actuar. Cada vez que esperaba a que pasase por la entrada del hotel quería, de alguna manera, que ese anciano tan solitario se sintiese un poco menos solo. No sé si lo necesitaría, pero creo que a nadie le gusta vivir tan aislado. En el Wyndham tratamos bien a nuestros clientes, pero una habitación de hotel no deja de ser un hueco aséptico para contentar a cuantas más personas mejor. Sin humanidad ninguna, sin personalidad. Debe ser agobiante vivir en un hotel, por muy bueno que sea.
Con el tiempo empecé a ver al huésped de la suite 3327 desmejorado. No podía estar más delgado ya que era prácticamente imposible, pero parecía más pequeño que de costumbre. Cuando pasaron dos días sin cruzarme con él, convencí a una de las mujeres de la limpieza para que apartase el cartel de no molestar y entrase en su habitación. Su cadáver estaba tirado en el suelo. Fue un día triste para todo el personal del Wyndham.
Días después de su muerte aparecieron un montón de hombres uniformados que se llevaron todos los enseres del difunto. Al parecer sus investigaciones podían ser de interés para el gobierno. Recuerdo darme cuenta en ese momento de lo extraño de la vida: Para mí, aquel anciano era simplemente el excéntrico pero entrañable huésped de la suite 3327; para ellos era Nikola Tesla, uno de los científicos más importantes del mundo.
Foto de portada: ©Wikipedia
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