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Esa escena

    – Y díganos, señor Lapadat… ¿cómo se le ocurrió esa escena? ¿Qué motivó ese momento tan bello?

La pregunta la veía venir desde que el libro se publicó. Cuando lo terminé supe que esos párrafos iban a convertirse en los más importantes de toda la novela no sólo por lo que contaban, sino también por cómo lo contaban. Por su belleza. Por el ritmo que, de alguna forma, logré darle a las palabras para que incluso sin pronunciarlas tuvieran una musicalidad digna del “ala aleve del leve abanico”. No sé cómo lo hice, pero lo hice.

Esa escena, en la que los dos protagonistas comparten un momento que marcará para siempre sus vidas, podría haber nacido perfectamente en un viaje a París o a Venecia, ciudades que desde que existen han inspirado bellísimas historias de amor. También en un paseo al atardecer o una elegante cena en un restaurante de postín. Sin embargo, como suele pasar tantas veces en la vida, la verdad es mucho más prosaica.

Recuerdo bien el momento en el que esa escena cobró vida porque llevaba dos semanas atascado con ella y había decidido irme de viaje unos días para intentar aclarar mi mente. Por eso y porque tengo grabada en la memoria la imagen del fluorescente del baño del hostal de mala muerte en el que me hospedaba cayendo sobre los restos de cocaína de la noche anterior. La resaca se había comido mi cerebro y estaba sentado en la taza del váter desnudo y totalmente descompuesto.

Cuando me levanté tuve que agarrarme al marco de la puerta para no irme al suelo; todavía estaba borracho. Me quise dejar caer en la cama, pero al ver las sábanas empapadas me lo pensé mejor. Junto a la puerta había dos botellas de whisky barato que no recordaba haber comprado, y en el suelo cuatro preservativos atestiguaban el ímpetu del chapero con el que había pasado la noche. El tufo a su colonia barata todavía bailaba en el aire.

Sin saber qué hora era puse en marcha el ventilador del techo y encendí el portátil, que se escondía bajo una pila de ropa interior usada en la mesita del cuarto. Una frase a medias brilló en la pantalla: “Ella le esperaba al otro lado de”. Ahí lo había dejado la tarde anterior antes de irme, desesperado, al bar de la esquina. Recuerdo que parpadeé muchas veces preguntándome por qué le esperaría ella y qué querría de él. Miré a los preservativos del suelo, a las sábanas arrebujadas, al polvo blanco en el lavabo, los condones y las botellas. Quién me iba a decir que una noche de excesos en el hostal más triste del mundo iba a inspirarme los mejores párrafos de mi carrera.

Bajé la cabeza y me recoloqué el puño izquierdo de la camisa sobre el reloj antes de contestar.

    – La respuesta la tiene usted ahí, en la audiencia. Se llama Verónica y es mi mujer.

 

Foto de portada: ©Harris Ananiadis

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