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Enrique

Las luces están a punto de apagarse cuando en la esquina del fondo Enrique apura su güisqui en penumbra. Toda tasca necesita de su borracho taciturno y reflexivo, y allí ese cargo lo ocupa desde hace ocho años Enrique. Cada día, sea el día que sea, entra a media tarde silencioso y, sin saludar, se sienta en el borde de la barra desparramando su macilenta figura encima de una banqueta alta, metálica e incómoda; como todas las del local. Después espera a que Octavio, el camarero, le ponga tres dedos de licor en un vaso de tubo. Sin hielo. Una bebida mediocre, en un vaso mediocre, para una vida mediocre, sisea, y bebe sin decir nada más.

Dicen que Enrique fue músico de grabación; percusionista, aseguran algunos. Un fulano con el ritmo en la sangre. De los buenos. Según esa historia ganó mucho dinero, participó en giras con Raphael, Julio Iglesias y artistas de ese pelo, e incluso llegó a grabar para grupos importantes de Estados Unidos. Un mercenario de la música al que la vida había acabado aplastando cual colilla contra un cenicero en forma de bar.

No es esa la única historia sobre Enrique: las habladurías le ponen de profesor de universidad, multimillonario venido a menos, timador de poca monta, novelista, emigrado, corredor de bolsa e, incluso, expresidiario. Sólo una cosa pone de acuerdo a los que tanto disfrutan inventando historias: el final. La cadencia lenta, apática e intemporal con la que cada noche se deja caer a su esquina de la barra y espera a que Octavio le ponga copa tras copa hasta diluir los fantasmas del pasado en alcohol.

Enrique va por el cuarto vaso cuando le dicen que hay que cerrar. Es el último cliente que queda. Son sólo las nueve y media, masculla, a lo que Octavio responde encogiéndose de hombros. Dos ojos vidriosos y desenfocados parecen comprender lo que el camarero intenta decirle, y con un gesto torpe palpa la cartera, deja un billete sobre la barra y apura el güisqui. Tose un par de veces y trastabilla al poner los pies en el suelo. De cinco arrastrados pasos alcanza la puerta, que ya tiene la trapa medio bajada.

— Hasta mañana —balbucea.
— No, hasta mañana no.

La cabeza de Enrique se alza por encima de sus hombros. Su mirada desbarrada recupera algo de brillo. Octavio está cerca y le tiende una botella de su güisqui habitual.

— Cerramos hoy —le dice estoico—. Ya no aguantamos más.

Enrique parpadea un par de veces y antes de que la vista se le emborrone de nuevo deja resbalar sus ojos vidriosos por cada recoveco del que ha sido su refugio durante los últimos ocho años. Termina el gesto en Octavio y acepta la botella intercambiándola por un apretón de manos.

— ¿Dónde beberé ahora?

No obtiene respuesta. Suerte, Enrique, cree oír desde algún lugar, y da un cabeceo como despedida.

Cuando los ecos chirriantes de la trapa rebotan en la calle los dos hombres ya caminan cada uno en una dirección, perdidos en la ciudad como seres anónimos a los que sólo una cosa mantendrá unidos: la tristeza de ver el lugar alrededor del cual giraban sus vidas cerrar para siempre.

 

Foto de portada: ©Activedia.

 

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