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El último Punk

Se ríe de aquel chaval en el metro, o se reiría si no fuese porque ya nadie puede reírse en voz alta sin que le acusen de atentar contra la salud mental y le crucifiquen en redes sociales. Por eso se limita a poner los ojos en blanco con la amargura del que sabe que tiene razón pero que el mundo jamás se la va a dar.

El chico tendrá veinte años, pelo verde desteñido, pulserita con un lema a favor de lo bueno y en contra de lo malo, piercings hasta en los párpados, auriculares enormes de marca y una camiseta con la cara del Che comprada probablemente a cincuenta euros en una tienda del centro pero importada de un taller en Camboya. Y habla por teléfono de la opresión capitalista, de la falta de identidad y de la necesidad de ser uno mismo. Por eso se ríe. Porque el chaval es incapaz de ver su propia incongruencia de subversivo de Zara.

Mientras lo observa, piensa que la rebeldía ya no está ahí. No hace falta tener mucho cerebro para entender que tatuarse los brazos y decir que no crees en nada no es rebelarse, sino apuntarse al catálogo oficial de lo permitido. La vida moderna ya ha domesticado ese gesto. Lo raro, lo verdaderamente subversivo, lo incómodo de verdad, es levantarse un domingo temprano para ir a misa, decir que el matrimonio es algo serio y volver a casa el viernes al terminar el trabajo para llevar a tus hijos al parque. Eso sí es morderle la mano al signo de los tiempos.

Mira alrededor. Todo el vagón está lleno de clones del mismo molde: móvil en la mano, vida reducida a stories y hashtags, la libertad de consumir lo que toca y repetir las consignas que la sociedad aprueba sin planteártelas ni por un momento. Sin disentir. Sin romper el “consenso social”.

Cambio climático, LGTB, globalismo. Palabras enormes que ya no significan nada, pero que juntas forman el corpus de la nueva religión imperante. La que él no sigue. La que dice que la suya es retrógrada y esclavizante al mismo tiempo que le impone cómo vivir en pro de no sabe muy bien qué. Porque hablar de la Santísima Trinidad es dogmático y de mentes cerradas pero de Mahoma es una costumbre que hay que respetar. Paradojas y oxímoron contra los que no se puede luchar.

Se rasca la barba. Él, con su camisa planchada, su anillo de casado, su fe que nadie entiende, es más punk que todos esos aprendices de rebeldes de centro comercial. Porque él sí se juega algo. Lo miran como a un bicho raro cuando dice que cree en Dios. Se burlan cuando defiende la idea de deber, de sacrificio, de compromiso. Le dicen retrógrado, carca, reaccionario. Y no se dan cuenta de que justo en ese insulto está la confirmación: va contra la corriente, contra el sistema que predica carpe diem mientras encadena a todos con vidas efímeras y ansiolíticos.

El vagón se detiene y el chaval del pelo verde se marcha sin ceder el paso a un par de ancianos que también van a bajarse, porque nadie es más que nadie y no tiene por qué seguir normas cívicas pseudofascistas. La educación: el último reducto. Él se queda sentado con la sensación extraña de que si el punk original era estruendoso y hortera, el de hoy no hace ruido, lleva mocasines y busca un mejor futuro. El verdadero punk hoy no es nihilista: sí hay futuro, pero cuesta; sí hay verdad, aunque duela; sí hay límites, aunque escuezan. Y así debe ser.

Y mientras los demás se pierden entre pantallas, él sonríe acariciando la cruz que cuelga de su cuello, convencido de ser el único que entiende cómo se ha dado la vuelta a la tortilla y que en realidad él es el último rebelde, el último punk de verdad.

 

Foto de portada: ©Pexels

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3 comentarios en «El último Punk»

  1. Cierto , esa responsabilidad «Rebeldía » que vuelva…Quizás haga que el mundo sea distinto retome ésos valores obsoletos …..A ver qué es lo que pasa?…

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