Son personas curiosas, mis vecinos. La señora de la casa de la portera, el chico con el que comparto rellano, el taxidermista del tercero… Cada uno con sus rutinas e idiosincrasias propias. Yo, que soy joven y estoy temporalmente desempleado, puedo verles con calma en el día a día, entrando y saliendo de casa mientras observo, apunto y medito.
Mi cuadernillo es mi fiel guía, que uso para crear luego personajes reales para los guiones de cine o televisión que me encargan. Como ahora no tengo ningún proyecto entre manos puedo deleitarme en sus quehaceres, los suyos y los del vecindario, tomando apuntes a base de letra trocha y Pilot azul en decenas de hojas sin renglones. Así me cuesta luego entender lo que escribo, pero es un precio que pago con gusto; para captar la inmediatez de la vida hay que hacer ciertos sacrificios.
El mayor sacrificio de todos es, quizá, el de dormir poco. Apuro mucho las horas, incluso hoy en día en tiempos de toques de queda. Me da igual. Yo vivo según mis propias normas y de momento nunca me ha pasado nada. Llego normalmente a las doce o una de la madrugada a casa y me levanto siempre al amanecer, dispuesto a seguir apuntando detalles de existencia ajena para pulir situaciones y personajes. Es como una obsesión. Una obsesión casi tan grande como la que tengo con el espejo del portal de mi casa.
El portal es largo y estrecho, con la entrada a los bajos a ambos lados, los buzones, y luego ya, al fondo, la escalera. Y junto a ella está esa lámina inmisericorde que nos enfrenta a nosotros mismos desde que entramos por la puerta. Los pasos resuenan mucho en el corredor, y no hay forma de cubrir esa distancia sin ver a tu reflejo acercarse bajo la taciturna luz de las dos bombillas que iluminan la estancia. La de hojas que habré llenado con la sensación que recorre mi espalda cada vez que veo la sombra de mi reflejo moverse al mismo tiempo que la mía. Me da pavor.
Sin embargo nada en el mundo me habría preparado para esta noche. Escribo esto a las dos de la mañana, no por insomnio ni nada así. Por miedo. Porque hoy he vuelto a casa a la una y las luces no se encendían. Porque el eco de mis pasos por el portal sonaba más profundo y hosco que en otras ocasiones. Por la brisa que venía de ninguna parte y que me zarandeaba el pelo. Por el silencio cuando me paré al ver mi reflejo en el espejo. Un reflejo que debería estar solo, pero que no lo estaba. A mi espalda algo se movía, aunque yo sabía que no había nada detrás de mí. Me giré por si acaso: el vacío. En cambio en el espejo esa sombra seguía reflejada a escasos centímetros de mi nuca. Entonces noté el frío, el siseo de una voz muda, las palabras de alguien sin nombre.
No sé cómo he llegado a casa. Por más que lo pienso no consigo acordarme. Sólo retengo flashazos de mis jadeos y el corazón bombeándome fuerte en el pecho a punto de reventar. Mi reflejo acercándose en el espejo mientras la sombra me seguía muy cerca con ojos invisibles y desquiciados, las extremidades largas hacia mí invadiéndome de gélido pánico. Fue justo en el momento que noté algo parecido a una mano cerrarse en torno a mi muñeca cuando en total oscuridad logré dar con las escaleras y escabullirme como pude saltando de tres en tres en medio de un gran estruendo.
Ahora estoy en el salón con un cuchillo en cada mano mientras garabateo estas palabras. La cerradura chirría y la madera cruje. El teléfono no da línea y tengo demasiado miedo para gritar. No sé qué es lo que hay al otro lado de la puerta pero me ha seguido desde el portal y viene a por mí.
Una luz macilenta entra por los bordes de la puerta, que cede al desencajarse de los goznes.
Ya vien…
Foto de portada: ©Pexels
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