Se había levantado un día estupendo, de los que animaban el corazón con cantos de pájaro y brisa fresca. Nadie diría que estaban en guerra. El marqués descansaba de su paseo apoyado en un árbol junto a su caserío. Tenía un puro entre los dientes y se entretenía leyendo un libro. Pese a su cuna no era altivo: daba permiso a cruzar sus tierras a todo vecino necesitado de hacerlo, ganándose así el cariño de las gentes humildes. Uno de ellos se le acercó descubriéndose.
— Egun on, eselensia.
— Egun on, Solabarri —respondió el marqués, que reconoció al que le había saludado como uno de los habituales de la taberna a la que solía ir las tardes—. ¿Qué tal van esos juegos de dominó?
— Ahí van, eselensia —se reía el otro hablando con su castellano herido del cerrado acento del caserío—. Ahora al ganau, ya sabe. A ganar el jornal pa’ la parienta y los chiguitos.
— Muy cristiano es eso.
El marqués soltó una gruesa bocanada de humo por la comisura del labio y ofreció la bota a Solabarri, que aceptó de buen grado. Su vino no era el caldo grueso con que se contentaban en el pueblo. A él se lo traían de lejos, de las bodegas finas de la Rioja.
— Eskerrik asko.
— De nada, hombre, de nada.
El marqués se contagiaba de los modales simples del campo, descubriendo que le gustaba esa sencillez honrada de los trabajadores más humildes. El compadreo en la fonda era legítimo, sincero, nada que ver con las confabulaciones de la alta sociedad madrileña.
— Por sierto, eselensia. Tenga cuidau en sus paseos. Desde hace un mes hay partidas por los montes, y asaltan al más pintau.
— Gracias por el aviso, andaré con ojo.
El paisano se caló la chapela y le dio un capirotazo al borde a modo de despedida antes de seguir el camino marcado por el ganado. Cuando ya anduvo lejos, el marqués giró el rostro, que se le había ensombrecido al pensar en esos guerrilleros que patrullaban la zona. No le preocupaba especialmente, pero la posibilidad de verse atrapado por la guerra le espeluznaba. Ya había tenido suficiente de tamaña abominación en su juventud, y no quería verse envuelto de nuevo en intereses ajenos a los suyos.
Guerra en Cuba, guerra de nuevo en el norte y un gobierno débil en Madrid. El final del siglo XIX se ponía cada vez más difícil para España, y ni las gentes de bien, con patrimonio y títulos, estaban exentas de que les pudiese ocurrir algo. Sin saber por qué, la brisa fresca se le hacía ahora más dura en el rostro, y unos nubarrones parecían querer formarse en sobre la montaña.
Foto de portada: ©Marc Pascual
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Bonito relato. Uhhh pide una continuidad…qué pasará?…