Hay niños que nacen en casas lujosas, y otros en casas pobres. En barrios muy poblados y en ranchos aislados de la sociedad. Yo, en cambio, nací en el silencio.
No es que naciera realmente en el silencio, o al menos imagino que no. Pero en algún momento, a pocos días de mi nacimiento, alguien me dejó frente al Monasterio de la Gran Laura del monte Athos, y mis lloros debieron resonar como un estruendo por sus silenciosos pasillos. Los monjes me llamaron Paisos, pues el día en el que me encontraron era el día del santo del monte Athos.
Tal curiosa casualidad ha definido mi vida por completo. Ante la falta de padres, los monjes se convirtieron en mis educadores, hermanos y custodios. Ellos me enseñaban y me reprendían cuando me portaba mal, y enfocaron mi vida dentro de la comunidad monástica. No puede sorprender a nadie que, con el tiempo, me convirtiese en un monje más dentro de la Gran Laura, a la que he consagrado mi vida sin poner un pie fuera de los límites del monte Athos.
No me quejo de mi infancia, ni de mi vida, sin embargo con el tiempo me di cuenta de una cosa: mi mundo estaba compuesto solo de barbas canosas, túnicas negras y el murmullo constante de los rezos. No había otros niños con los que jugar o travesuras que urdir, sólo oración, trabajo y contemplación.
No eran niños lo único que faltaba: entre los caminos que unen los monasterios del monte tampoco se encuentra un ser mitológico al que todos los hermanos se referían como la puerta a la tentación, a la prueba del pecado y la carne. Me refiero a la mujer, y es que en el monte Athos está totalmente vedado a las mujeres. Tanto es así que ningún animal hembra puede acceder a nuestro monte. Dios no lo quiere así, o al menos eso es lo que me han enseñado.
Supe de la existencia de las mujeres por los iconos de la Virgen. De niño preguntaba a mis hermanos por qué ella no tenía barba, como el resto de imágenes que adornan nuestras paredes, y entonces me dijeron que ella no era un hombre. Recuerdo que aquello me sacudió por dentro, ya que si Dios la eligió a ella para traer a su hijo al mundo la mujer no podía ser tan mala. El castigo que me cayó fue uno de los más grandes que recuerdo, casi tanto como cuando descubrí que Laura, el nombre de nuestro monasterio, se usa para nombrar a mujeres en otras partes del mundo y defendí de nuevo la necesidad de conocer a las mujeres. Qué caro pagué mi osadía.
Desde entonces sólo puedo imaginar cómo deben ser esas criaturas extrañas y misteriosas, esas quimeras que no puedo hacer otra cosa que inventar una y otra vez sobre la figura hierática y seria de la Virgen. Por suerte ya soy viejo y pronto me llegará mi hora. Solo espero que Dios me permita entonces ver una mujer: ese misterio que la vida me ha negado.
Foto de portada: ©Pexels
¿Te ha gustado el relato?Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram. Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web. ¡Disfruta de la lectura! |
Pues tremendo!!…a veces la historia de los hombres es cruel….El Dios que yo imagino no haría eso, tampoco permitiría abuso- maltrato a menores o mayores …y otras barbaridades ….que solo está en mentes enfermas , en el mal…