Llegó a casa cuando ya había anochecido, con el frío clavado en los huesos y el cuerpo quejilloso de un turno largo que no entendía de festivos. Su día de Nochebuena no había sido distinto a otros: madrugón, café tibio y horas y horas de trabajo. La única ventaja había sido el transporte, pues el autobús había ido casi vacío y apenas había tráfico.
Al llegar al portal abrió la puerta, cruzó el zaguán hasta la corrala interior, subió los tres pisos de escaleras y suspiró antes de meter la llave en la cerradura de su casa. Era un hogar humilde, con ventanas pequeñas y antiguas, paredes que habían visto mejores años y mobiliario de segunda mano. Nada especial, nada que saliera en una revista. Pero al cerrar la puerta el ruido del mundo se quedaba fuera, y eso ya era mucho.
— ¡Papá! —gritaron las niñas desde el salón.
Dos cuerpos menudos se le colgaron de las piernas sin que pudiera quitarse la chaqueta. Olían a galletas recién horneadas. Las besó en la cabeza, una y otra vez, y el cansancio acumulado en las ojeras se disolvía un poco más con cada muestra de cariño. Desde la cocina su mujer le sonrió como si estuviera fotografiando la imagen para guardarla en la memoria.
— La cena casi está lista —dijo—. Anda, cámbiate antes de que lleguen tus padres.
En el horno, viejo y con truco para poder cerrar la puerta, descansaba un asado listo para ser servido. La mesa tenía ya preparados los aperitivos, nada excesivo ni caro, pero suficiente. Sus padres llegaron al rato con un par de botellas de vino, pan y una bolsa de turrones. Se abrazaron, se besaron y poco después todos estaban sentados a la mesa comentando el frío que hacía y lo rápido que pasaban los años.
El teléfono vibró más de una vez durante la cena. Eran mensajes cariñosos de amigos que hacía mucho que no veía. Fotos viejas, palabras manidas pero sentimientos reales. Él contestó antes de pasar a los postres, sin dejar de atender a la familia que tenía delante.
Durante la cena escuchó todo tipo de anécdotas estrafalarias de sus hijas, de amigos imaginarios, de deberes del colegio. También historias mil veces repetidas de sus padres, pero que no por ello eran menos bienvenidas. Cada poco rato se levantaba a servir más vino o partir pan, dejando que su mujer descansase después de haber preparado la cena ella sola.
Al acabar, su mujer sacó una botella de champán que había comprado como colofón de la fiesta. No tenían más vasos, por lo que se puso a fregar los ya utilizados. En ese momento de soledad, entre una cocina fea y una cristalería insuficiente, pensó en todo lo que no tenía: una casa grande y bonita en la que sus hijas no tuvieran que compartir habitación, un coche para poder llegar más rápido al trabajo, un horario que le permitiera no trabajar en Nochebuena… Pero después pensó en lo que sí tenía: una mujer y unas hijas estupendas, unos padres con los que todavía podía hablar cuando quisiera, amigos que se acordaban de él, una cama en la que dormir, un trabajo que le permitía vivir sin lujos pero dignamente, salud para disfrutar de todo lo que tenía…
Cuando recogieron los platos y las niñas se quedaron dormidas en el sofá, se sentó un momento a observar la escena. Sus padres atentos al especial de Navidad de la tele, su mujer poniendo una manta por encima de sus hijas. No había un gran árbol, ni luces, ni regalos caros para Reyes, pero en su interior había una certeza absoluta que le hizo sonreír de oreja a oreja: era el hombre más rico del mundo.
Foto de portada: ©Pexels
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