fbpx

Atlas

Me siento mejor. Mejor dicho, me digo que me siento mejor, porque en realidad estoy enfermo, febril del Mal que reina a mi alrededor. El agua del Estigia me revuelve el estómago, mordiendo mis tripas con dientes líquidos y turbios. Necesito parar.

    — Creo que…

    — Silencio ahora.

Los ojos del súcubo están entornados y no se ríe. Algo malo debe aguardarnos el camino si hasta él se olvida de bromear. Es entonces cuando un puñado de arena cae por el lateral de una roca que tenemos a pocos metros de distancia. Una roca larga, tan alta como yo, y que tiene cinco piedras más pequeñas unidas a una más grande que crece hacia arriba. Y se mueve. La roca vibra y se mueve. Por eso cae la arena: porque está viva.

    — ¿Quién va?

Una voz pétrea, grave y profunda suena en las alturas, resbalando entre nubes de azufre que dejan pasar la luz azulada y gris que proviene de algo gigantesco que hay sobre nosotros. El súcubo sale corriendo y se refugia tras unas rocas. No sabía que podía sentir miedo.

Alzo la mirada y veo cómo la columna de piedras que sube a mi lado no es algo, es alguien. Un gigante enorme que lleva en sus espaldas una inmensa esfera azul oscuro. Lo reconozco al instante: es Atlas.

    — Un… un viajero —termino por decir.

    — Aquí no viajeros —el resoplido de su respiración suena como un mar subterráneo—. No humanos aquí.

    — Y, sin embargo, estoy.

Atlas parpadea y me mira de nuevo.

    — ¿Por qué?

    — Vengo en una misión de Dios.

    — Ja —el rostro del titán se crispa—. Un dios condenar.

    — Mi Dios es diferente. Él perdona, no castiga.

    — ¿Y tú aquí? No parecer perdón…

Durante un instante, el universo parece vacilar sobre su espalda. Los continentes del globo que sostiene tiemblan. Veo ríos de lava cruzar los mares del firmamento, planetas vibrar, estrellas apagarse.

    — ¿Tu dios ayudar?

    — Mi Dios lo puede todo.

    — No veo a tu dios, pero a ti sí —me vuelve a mirar fijamente—. ¿Tú ayudar?

Miro al súcubo, que tiene los ojos muy abiertos desde su escondite y me hace señas para irnos. La cabeza me dice que le haga caso, pero algo dentro de mí me obliga a alzar la cabeza y preguntar de nuevo.

    — ¿Cómo?

    — El peso… —vacila—. Mucho peso. Demasiado tiempo. Descansar… un poco…

Creo entender de lo que me habla, pues yo también llevo un gran peso en mi interior. El de la búsqueda de mi alma. El de las almas que he prometido salvar. El de mi fe carcomida por la impureza de este lugar.

    — No sé cómo podría yo…

    — Querer —me corta el titán—. Sólo necesitar voluntad.

Voluntad. Qué palabra tan compleja. En el seminario siempre creí que andaba sobrado de ella, pero la vida me ha enseñado que el camino no es tan fácil. Como tampoco será fácil lo que estoy a punto de hacer.

    — Podré hacerlo, si esa es la voluntad de Dios.

Atlas sonríe al verme dar un paso adelante y alzar los brazos imitando su postura. El calor que emana es insoportable, pero pronto se hace más llevadero conforme su tamaño mengua. Como por arte de magia todo él se va haciendo pequeño, hasta ser apenas un par de metros más grande que yo. Me vuelve a mirar y yo asiento. Recuerdo la enseñanza de San Pablo: creer es también sufrir. Y extiendo mis manos hacia el titán.

Durante un instante, todo el Infierno se congela. Nada se mueve. Entonces toco la bóveda y una descarga eléctrica me clava al suelo. El peso cae sobre mí y no hay palabra que pueda describirlo. No es solo materia: es el peso de la historia, de los hombres, del pecado, de la creación entera. Mi cuerpo cruje, mi mente se apaga. El aire abandona de golpe mis pulmones. Durante un instante siento que voy a desaparecer. Pero no desaparezco. Me mantengo. Dios me mantiene.

Atlas se aparta, tembloroso. Da un paso atrás, libre por primera vez en milenios. Las muelas me rechinan, las rodillas me arden. Es demasiado. Una carga demasiado pesada para un simple mortal.

El titán da un paso. Luego otro. Otro más. Cada vez más estirado, cada vez más lejos de mí.

    — Ah —alza los brazos sin mirarme—. Libre.

    — Atlas… —consigo farfullar.

    — Andar… Correr… Huir.

Abro mucho los ojos, pero no puedo decir nada. Sólo gemir. Las uñas se me astillan contra la bóveda, el suelo se agrieta bajo mis pies. Cada pliegue del globo se clava en mi espalda y, por primera vez, siento miedo. No miedo, terror. Si Atlas no se da la vuelta estoy seguro de morir aplastado.

    — Sí, huir… pero… —se vuelve y sus ojos, llenos de cansancio, se encuentran con los míos. Ve en mí lo que él fue una vez: un siervo del deber; un prisionero—. No. Tú tener tu carga. Atlas la suya.

El titán se acerca y de golpe el peso abandona mi espalda. Caigo al suelo sin remedio y boqueo en busca de aire. Atlas vuelve a crecer, pero esta vez su gesto ya no está tenso. Es sereno, de aceptación. Ha tenido la oportunidad de escapar, pero no lo ha hecho. Ya nadie le impone su condena: ahora es suya. Él es el dueño de su destino.

    — Gracias, viajero —dice cuando recupera su tamaño original—. A ti y a tu Dios.

No dice nada más. El súcubo aparece a mi lado y me ayuda a incorporarme. No abre la boca. No escupe burlas, ni risas. Nada. Sólo silencio. Y creo que mira con un respeto que no conocía en él.

A mi espalda, Atlas vuelve a tener ese aspecto pétreo que tenía cuando llegué a su lado. Intento encontrar explicación a todo lo que ha pasado, pero es inútil. Como inútil es encontrar sentido a mi viaje por el Infierno. Sólo sé que mi fe me ha dado la fuerza necesaria para cargar con el peso de la bóveda celeste y sobrevivir. Como Cristo, he sentido el peso de su cruz y he salido vencedor. Porque Él nunca me ha abandonado.

 

 

Foto de portada: ©Pexels

¿Te ha gustado el relato?

Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram.

Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web.

¡Disfruta de la lectura!

1 comentario en «Atlas»

  1. Impresionante: la fe mueve el mundo, da alergia para seguir adelante cumpliendo con tu destino…y una ayuda en los momentos más difíciles lo cambia todo

    Responder

Deja un comentario