En la reunión del lunes, cuando el jefe soltó aquel comentario condescendiente dirigido con precisión quirúrgica a su departamento, todo el mundo se rio y él se limitó a asentir. Dos horas después la respuesta perfecta le atravesó la cabeza: breve, educada, demoledora. Algo que habría puesto las cosas en su lugar sin levantar la voz. Pero ya era inútil. Como siempre.
A él las réplicas le venían cuando el escenario estaba vacío, nunca cuando hacían falta. En el momento decisivo su mente se quedaba en blanco, ocupada en no parecer torpe, en no decir una barbaridad, en no empeorar las cosas. Y por no empeorarlas, las dejaba pasar.
Había perdido ascensos así. Compañeros de lengua afilada respondían al instante, con ironía ligera o firmeza sonriente. Irreflexivamente raudos pero sin parecer agresivos. Él, en cambio, se iba a casa rumiando escenas alternativas, diálogos imaginarios en los que salía vencedor. Como el jugador de ajedrez que sabe en qué momento ha perdido la partida y la repiensa una y mil veces para subsanar su error. En esos teatros mentales era brillante, mordaz, seguro. En la vida real, un cero a la izquierda.
En sus relaciones sufría del mismo problema: en una cena, años atrás, el padre de ella comentó que necesitaba alguien con más carácter, y el se limitó a bajar la cabeza. Horas después, en la cama, encontró la frase exacta, la que habría puesto a todo el mundo en su sitio. Para entonces ella ya dormía, y semanas después dormía sin él.
Con el tiempo aprendió que los franceses tenían nombre para su maldición: L’esprit de l’escalier. De poco le sirvió. Las conversaciones avanzaban sin él, otros ocupaban el espacio que dejaba libre, y su ingenio se marchitaba entre fútiles chispazos de audacia a destiempo. Como el músico con miedo escénico, como el actor incapaz de aprenderse sus frases, vivía irremediablemente abocado a la insignificancia.
A veces se preguntaba cuántas versiones de sí mismo había dejado escapar. Hacía cuentas de los universos alternativos en los que una frase sagaz o un chiste adecuadamente atrevido habrían cambiado su vida. Todos esos momentos tenían nombres: Técnico superior de infraestructuras más joven de la empresa, gira de ventas por Japón, la guapísima María Iribarne… todos malogrados por una palabra a tiempo que habría cambiado su trayectoria vital.
Por la noche, mientras se quitaba la chaqueta en casa, volvió a pensar en la reunión. Repasó la réplica perfecta una vez más, con amargura. Luego se sentó en el sofá, agotado, y se dijo lo único que nunca se le ocurría tarde.
Que tal vez, algún día, con suerte, la frase llegaría a tiempo.
Foto de portada: ©Pexels
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