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El árbol

Avanzamos en silencio, escuchando mi lastimera respiración y los pasos sobre la piedra y la ceniza. Todavía siento los músculos doloridos por el esfuerzo, pero mi fe está intacta y eso es lo más importante: me va a hacer falta para recuperar mi alma.

En un recodo del camino, el súcubo se detiene y señala hacia abajo. Cuando llego a su altura me sorprendo al guiñar los ojos. No por el gesto, pues los vapores sulfurosos que llenan el infierno me han obligado a guiñar los ojos desde que inicié mi descenso, sino porque, por primera vez, lo hago deslumbrado por la luz. Allá abajo hay luz. Una luz limpia, clara, que baila entre nubes dentro de una gruta a la que se baja por una escalera circular labrada en la roca.

Nada más comenzar el descenso doy un pequeño traspié y la mano del súcubo se alza un instante como si fuera a sujetarme. Me repongo sin que llegue a tocarme y nuestras miradas se cruzan. No veo burla en sus ojos; tampoco soberbia. Hay algo en ellos que parece fuera de lugar, como si unos ojos demoníacos no tuvieran permitido mirar así. Entonces baja la vista, casi avergonzado de su propio gesto, y me deja marcar el ritmo.

No alcanzo a ver el fondo de la gruta, pero sí noto cierta ligereza en mis pulmones. Respiro mejor. Estoy llegando al punto más profundo del Tártaro, y sin embargo el aire cada vez es más fresco.

    — No te sorprendas tanto —rompe por fin su silencio el súcubo como si pudiera leer mi mente—. El aire es más puro, pero el peligro no ha cesado.

    — ¿Qué…?

    — No debemos detenernos —me corta al tiempo que pasa delante de mí sin mirarme—. Ya falta poco.

Pierdo la cuenta del número de escalones que llevo descendidos. Me duelen los gemelos y los cuádriceps, pero la expectativa de recuperar mi alma renueva mis energías. En mi pecho cuelga el crucifijo que me recuerda que Dios está a mi lado.

Una nube de vapor nos envuelve haciendo casi imposible ver dónde pongo los pies. Es peligroso, pero mi piel, resquebrajada por la sequedad, agradece las perlas de vaho que se posan por todo mi cuerpo. Me froto las manos, llenas de heridas y rozones de la roca, y me lamo los labios que, por fin, se humedecen.

Del súcubo apenas puedo vislumbrar la punta de su larga cola. Debo concentrarme, como cuando estudiaba teología en el seminario. Por mi mente pasan las largas vigilias antes de los exámenes, la revisión de los antiguos tratados de demonología, la culminación académica en mi tesis sobre lo oculto… Qué ingenuo fui.

La luz se va haciendo más y más fuerte, casi como la de un mediodía despejado, y la temperatura baja a cada paso. Casi podría decirse que es agradable. La bruma que nos envuelve va perdiendo densidad, pudiendo apreciar de nuevo el lascivo contoneo de las caderas de mi guía. No debe quedar mucho.

De pronto las escaleras se detienen, quedando los dos en una losa amplia desde la que se puede ver la espiral de la escalera subiendo hacia la densa nube de vapor que acabamos de atravesar. El súcubo apoya la mano en mi hombro pero la retira con una rapidez dolorosa, y me parece atisbar de nuevo en sus ojos el brillo forastero que encontré arriba, cuando resbalé al iniciar el descenso.

    — Ahí está tu prueba, exorcista —dice apartando la vista.

Me asomo al precipicio y durante un instante no entiendo nada. Luego todo mi cuerpo se sacude y la garganta se me seca. Tiemblo. Tartamudeo. No puede ser. Lo que estoy viendo no puede ser real. Allí abajo, a pocos metros de donde nos encontramos, la gruta encuentra su fin en una llanura verde en la que la luz sale del aire. Es el propio aire el que tiene pequeños puntos de luz que brillan colgados por hilos invisibles.

Y, en el centro, alto e imponente se alza un árbol gigante de hojas verdes que no corresponden a ninguna especie que conozca. El tronco se aprecia duro y grueso, sano,  lleno de vida. Un árbol que no debería estar allí y que es el motivo de mi terror.

El árbol del Edén.

 

Foto de portada: ©Pexels

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