La voz se había corrido en el pub: la mantis estaba de vuelta. Dos meses le había durado el último infeliz, todo un récord. Normalmente no pasaban de tres semanas. Algo diferente debía tener.
Cada vez que la puerta del local se abría, los habituales levantaban la cabeza esperando verla aparecer. Algunos hasta habían hecho una porra sobre qué vestido se habría puesto para la ocasión. ¿El verde de escote infinito? ¿El negro de falda larga? ¿El azul palabra de honor? Cualquiera sería bueno para cautivar a su próxima víctima.
Atrás, en la barra, el dueño y tres amigos se acodaban viendo los toros desde la barrera. Eran perros viejos, demasiado viejos como para ser interesantes, y eso les daba la lucidez y el descanso del que sabe que la faena va con otro. Que con cruzar miradas y palabras sueltas lo tenían todo hecho. La edad, comentaban regularmente, daba pocos privilegios y ese era uno de ellos.
Los codazos se amontonaron cuando por fin apareció. Con un vestido gris perla, ceñido pero elegante, con tacones altísimos y la melena rubia perfectamente ondulada derramándosele por la espalda. Sus ojos, cincelados en rímel negro, barrieron el local con la rapidez de un rayo. Seguro que ya había elegido víctima.
— Ponme otra, Edelmiro —dijo uno como quien inicia la crónica—. Que esta noche alguno pierde.
La mantis se acercó a la barra con movimientos demasiado naturales como para no ser calculados, pidió una bebida tan sofisticada como ella, y esperó como la pantera espera en medio de la selva. Estaba guapísima, bella hasta el estremecimiento, y lo sabía. Por eso era tan peligrosa: porque era perfectamente consciente del efecto que causaba en los hombres. Era una depredadora educada, elegante… y absolutamente letal.
Desde su atalaya de la barra saludó al dueño y sus amigos, que no pudieron evitar sentirse afortunados al merecer las migajas de atención que les había regalado. Luego amusgó los ojos y preparó la sonrisa.
El primero que se arrimó ni siquiera recibió respuesta. La mantis no buscaba conversación. Buscaba una pupila que cautivar. La de su víctima.
El camarero, viejo y cansado como una encina castellana, servía su copa sin preguntar. Ella le guiñó un ojo, tranquila, como quien se ata los cordones antes de correr. Sólo estaba calentando.
— Pobre del que elija hoy —murmuró el dueño.
— Siempre dices lo mismo… —respondió el otro—, pero ya te gustaría tener veinte años menos y que te diese bola.
La mantis, ajena a la conversación, ya había desplegado sus encantos. Sorbo suave, caída de ojos, movimiento de melena para dejar la espalda al aire… Todo el manual que no por conocido perdía eficacia. Todo para que la presa se acercase sola, sin saber que ella ya le había elegido. Porque siempre se acercaban. Sin excepción.
Esa noche no fue distinta. Un chico nuevo, recién mudado al barrio, entró algo descolocado, buscando sitio. La vio. Ella lo vio verla. Y los veteranos bajaron la mirada como quien reza por un alma del purgatorio.
Desde la barrera, el dueño y sus amigos vieron cómo él se acercaba sin saber que estaba asomándose a su perdición.
Hablaron. Rieron. Él se derritió sobre ella. Ella jugó con el borde de su copa mientras lo estudiaba. Visto desde fuera, el espectáculo era impresionante: precisión, cálculo, fascinación estratégica. Y después, el golpe invisible.
No esa noche. Esa noche era para plantar la semilla. Tampoco la siguiente. Pero llegaría. Siempre llegaba.
Porque la mantis no rompía corazones: los desmontaba cuidadosamente como un relojero, pieza a pieza, hasta dejar al desdichado en un estado de amor tan profundo, tan absoluto, que cuando se cansaba —y siempre se cansaba—, él quedaría como un cascarón vacío, preguntándose cómo seguir respirando sin ella.
— Ahí va otro —dijo el camarero en voz baja a su jefe cuando el chico abandonó el local detrás de su verdugo.
—Ojalá alguien le advirtiera —respondió uno de los parroquianos.
— No serviría.
El reloj marcó las doce. El pub ya tenía una nueva historia que contar, y la mantis un nuevo corazón para su colección. Todos sabían que tarde o temprano iba a dejarlo tirado. No por maldad, ni por gusto. Simplemente porque era su naturaleza.
Foto de portada: ©Pexels
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Jajajaja que bueno!
Me ha gustado.
Un abrazo
Jesús