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Borrado

Al principio lo hizo por curiosidad. No por desesperación, ni por valentía. Simplemente quería saber qué pasaría si un día desaparecía.

Llevaba demasiado tiempo sintiendo que su vida no pesaba nada, que bastaba con apartarse un poco para que el mundo siguiera igual. Que él no importaba. Así que un lunes cualquiera, en lugar de coger el autobús al trabajo, giró por la calle de atrás, compró un billete de tren y se marchó. Sin avisar.

No fue un impulso romántico ni una llamada de atención. No dejó cartas ni mensajes, ni cerró cuentas. Dejó su casa tal cual, la nevera medio llena, las facturas automatizadas, la suscripción a la revista de jardinería que llegaba cada mes pagada. Todo en orden. Como si se hubiese limitado a salir a por pan.

Los primeros días pensó que alguien llamaría. Que su jefe enviaría un correo, que los vecinos notarían algo raro. Pero no pasó nada. Ni un mensaje. Ni una llamada perdida. El silencio era absoluto, tanto que atronaba.

Pasó una semana, luego otra. Se hospedó en una pensión junto al puerto y cada mañana compraba el periódico esperando ver su nombre. “Hombre desaparecido en extrañas circunstancias”. No aparecía. Ni en sucesos, ni en breves. Ni siquiera en las esquelas, que habría sido una forma elegante de cerrar el asunto.

A veces se imaginaba su piso: el buzón repleto de revistas plastificadas, la planta del pasillo seca, las pelusas vagando por el pasillo como las plantas rodadoras en las películas del oeste. Pensaba en el cartero, en los vecinos, en su jefe. Y en todos veía la misma imagen: indiferencia. Ausencia. Una ausencia tan perfecta que parecía diseñada para pasar inadvertida.

Una tarde se sentó frente al mar con una botella de licor barato y comprendió que su vida había sido exactamente eso: una sucesión de gestos rutinarios tan previsibles que podían seguir sin él. Las domiciliaciones pagaban las facturas, el banco ingresaba la pensión, el mundo giraba con la misma inercia de siempre. Nada excitante, nada nuevo. Su vida pasaba pero no hacía falta que él estuviera.

Y sin embargo, lo que más le desconcertó no fue la falta de cariño, sino la eficiencia. El orden impecable con el que todo seguía funcionando. Nadie necesitaba reemplazarlo. Nadie reparaba en el hueco que había dejado.

Intentó volver una vez, solo para comprobar qué pasaba. Subió a su edificio, se escondió tras la esquina y esperó a ver alguna señal: una cinta policial, una nota en el portal, una conversación curiosa. Nada. Todo seguía igual. Incluso la luz del pasillo funcionaba mejor que antes.

Esa noche regresó a la estación y entendió que ya no tenía adónde ir. Había desaparecido del mundo, y el mundo, obediente, lo había aceptado. Un olvido perfecto e inmutable.
De vez en cuando, en sueños, imagina que alguien finalmente llama a su puerta. Que el cartero, intrigado por las revistas acumuladas, pregunta por él. Que la pila de revistas se cae y el estruendo llama la atención de alguien. Pero siempre despierta sin sacar nada en claro.

Sólo piensa que lo peor no es que nadie lo eche de menos. Lo peor es que comprende por qué.

 

Foto de portada: ©Pexels

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