Su padre le enseñó el amor por el mar. A ver esa enorme masa de agua como camino y no como frontera, y a los barcos como mensajes de ida y vuelta para las ideas. Por eso, aunque nacido en la meseta, siempre que podía se asomaba al borde de la tierra, al abismo azul que le mojaba los pies y le traía historias de sol y salitre pegadas a la piel. Y por eso, cuando se quedó solo, lo primero que hizo fue mirar al mar.
Viudo, con los hijos ya asentados en ciudades lejanas y familias propias, decidió vender todo lo que le sobraba y trasladarse a la costa. Pero no como un fontanero jubilado en su apartamento de Benidorm o un guiri retostado al sol del Algarbe. Él amaba el mar, no la costa, y por eso tenía que irse a vivir con aquellos que sentían esa misma devoción: acabó comprando un viejo almacén de pescadores en un extremo del antiguo puerto; un edificio bajo de muros gruesos, techo de uralita y olor a sal incrustada en las vigas. Allí nadie molestaba. Allí podía escuchar el mar golpeando las piedras sin mezclarse con las tediosas voces de los hombres.
Arreglarlo le llevó tiempo, pues casi todo lo hizo él solo para disgusto de sus hijos, que no entendían esa manía de irse a vivir a un sitio tan inhóspito. No le importó. Tiró redes podridas, encaló las paredes, revistió el suelo de madera, instaló cocina, cama, estufa e incluso preparó una habitación de invitados. El resultado era sencillo y austero, pero funcional. Era lo que él quería.
En invierno era un lugar duro: humedad, viento helado, la madera crujiendo por las noches. Pronto se convirtió en uno más dentro del trajín de los pescadores, comprándoles mercancía y otras recibiéndola de lo que sobraba antes de llevarla al mercado. Algunos días él mismo se acercaba al espigón y pescaba algo, o se limitaba a observar el paso de los barcos y la caída del sol por el horizonte. Y los domingos, misa en la ermita.
Olas, sal, viento, arena y barcos. Era el paraíso.
Un día, como todos los años, algo cambiaba. Una camioneta roja aparecía en la carretera principal, anticipando el cambio de estación. Era Antonio, el dueño de la discoteca, que sólo abría en verano. Llegaba mayo, y con él la muda de piel de la población: los mil vecinos de la localidad, pescadores y agricultores en su mayoría, crecían invadidos por grupos de chicos con ganas de fiesta, familias de vacaciones, viajes del Imserso, botellas rotas y música en la playa.
Los primeros años apenas le afectaron, ya que casi nunca se dejaban ver por el puerto. El mayor trastorno era oír las verbenas por encima del continuo rumor de la marea por la noche. Sin embargo, con el tiempo, la turba acabó llegando a su pequeño feudo: su idea de restaurar un viejo almacén se convirtió en una idea atractiva para el turismo y pronto otros almacenes se transformaron en apartamentos con luces baratas y mobiliario de catálogo.
Lo que para él era refugio, para otros se volvió negocio. De repente había bicicletas de alquiler en el muelle, excursiones en paddle surf, grupos de música por las calles. Y él, que había sido el primero en instalarse, también fue el primero en irse.
Cuando llegaban los coches con matrícula extranjera y las terrazas proliferaban, él cerraba su almacén, tiraba de una driza imaginaria e izaba velas. Unas veces se iba a ver a sus hijos, otras alquilaba un pequeño piso en un pueblo del interior, rodeado de asfalto y calima, esperando como el gusano dentro del capullo para convertirse en mariposa. Siempre era mejor que las risas en la calle y las tablas de surf apoyadas en su puerta.
En septiembre, cuando la furgoneta roja de Antonio abandonaba el pueblo, volvía. Abría ventanas, ventilaba el olor a chiringuito, y el mar le recibía igual que siempre. A veces pensaba que era un castigo: haber sembrado una idea que otros convirtieron en negocio y que a él le expulsaba cada verano. Pero no se quejaba. Seguía encalando su fachada, reparando el tejado, yendo a misa a la ermita. Consciente de que, en realidad, sólo él conocía el verdadero rostro del mar.
Foto de portada: ©Pexels
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