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El camino viejo del chorro

    — ¿Te acuerdas del camino viejo del Chorro? —dice Marcos mientras sorbe el café con cuidado de no mancharse la camisa.

Laura levanta la vista de su taza. Hace mucho calor y ni siquiera el aire acondicionado le parece suficiente.

    — ¿Ese es el camino al que fuimos hace…?

    — Sí, ese.

    — Me acuerdo, creo… ¿Qué pasa?

    — Lo han asfaltado —contesta Marcos con el ceño fruncido—. Losas planas, barandillas nuevas, farolas cada veinte metros. Ha ido mi madre y me ha mandado fotos.

    — Y…

Laura se pierde a veces cuando su amigo saca temas porque sí.

    — Pues que cuando lo hicimos aquello era un sendero de verdad. Rural. Natural. De tierra y arena, charcos, raíces que te hacían tropezar… y acuérdate del desnivel de la zona alta, donde por lo visto algún idiota se despeñó.

    — Bueno, sobrevivió, ¿no? —dice Laura, medio sonriendo.

    — Sí —replica Marcos—, pero por culpa de ese y otros idiotas ahora la diputación lo ha civilizado todo porque era peligroso y poco accesible y nosequé.

Laura se encoge de hombros. Marcos bufa.

    — Uno tiene que saber por dónde se mete, y si hace el cabra y se cae, pues se cayó. No haberse ido por ahí arriba. El mundo es lo que es y cada uno tiene que ser responsable, que los demás no necesitamos que nos conviertan el campo en un parque temático con baños y McDonalds de comida en cada esquina.

Laura lo mira por encima de la taza.

    — Tú y la gente, Marcos.

    — No es yo y la gente —replica con un gesto que parece el de un niño pequeño al que no dan la razón—. Es la realidad. Salir de la ciudad te enseña a mirar por dónde pisas, a calcular cada paso. A que hay bichos repugnantes, y lobos. Ahora cualquiera puede recorrer un bosque y sentirse valiente. La sociedad se vuelve débil, Laura. Necesita barandillas, advertencias… cuando llegue un problema de verdad, aunque sea pequeño, nos parecerá un mundo.

    — Salud mental, expertos y normas de seguridad —añade ella con un hilo de sonrisa—. Todo para que nadie sienta nada de verdad.

Marcos asiente satisfecho.

    — Intentamos domesticar el mundo, Laura. Y el mundo no se puede domesticar.

Se hace un silencio cómodo en la cafetería. El café humea, los murmullos del bar llenan el aire. Marcos mira la calle, esa calle tranquila y civilizada, y niega con la cabeza.

    — Supongo que algunas cosas se pierden —dice Laura por fin con una sonrisa triste en el rostro.

    — Supongo —contesta él antes de beber de nuevo—. Será el precio de la estupidez humana.

 

 

Foto de portada: ©Pexels

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