Él hace lo posible por tenerlo todo bajo control. En su día a día toma las decisiones que considera oportunas para que las cosas salgan bien: ordena los archivos a su antojo, dispone del presupuesto con libertad, incluso puede decidir qué días trabaja desde casa. Dentro de su departamento es el rey.
Pese a la independencia que tiene, pese a saber que puede disponer de todos los recursos con los que cuenta para hacer su trabajo, hay algo contra lo que no puede luchar: en el piso de arriba, siempre atenta al número de ventas que cierra al mes, su jefa está alerta por si acaso tiene que darle un toque de atención. Ella es su techo, la frontera que limita su parcela de libertad, a quien debe rendir cuentas y la que, con una simple decisión, puede mandar al traste todo su trabajo.
Cinco pisos más arriba, en la última planta, otro techo marca el paso de la empresa. El director ejecutivo de la compañía, recién nombrado tras el despido de su antecesor hacía sólo unos meses, mira con lupa todo lo que ocurre a su alrededor antes de comenzar los cambios que había prometido a la junta directiva. En su mesa descansan decenas de carpetas con gráficos, informes, listas de personal, balances de cuentas… muchísima información que analizar para no dar pasos en falso.
A quinientos kilómetros de allí, en una mansión junto a la playa, el presidente de la compañía coge el teléfono y llama al director ejecutivo para indicarle que ya es hora de que empiece a hacer los ajustes prometidos cuando se hizo con el cargo. Tras siete meses es momento de que la empresa mejore su situación y los beneficios vuelvan a aparecer en los resultados anuales. El presidente y no el director ejecutivo es el responsable último de que todo funcione como debe, y pese a no aparecer en la portada de ninguna revista ni recibir los elogios que normalmente se dedican a los directores ejecutivos, él sabe que son sus hombros los que soportan todo el peso de la estructura empresarial.
Cuando termina la conversación, el presidente enciende el ordenador y abre su correo electrónico. Allí le esperan casi un centenar de mails que leer para, con la información que contienen, tomar la decisión adecuada y hacer crecer su patrimonio en cuanto el mercado de valores toque la campana. Porque, como todos, él también tiene su techo: su patrimonio; una pesada losa cuya única manera de quitarse de encima es hacerla crecer un poco más cada día.
Foto de portada: ©valentinsimon0
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Ostras que agobio, acojonado me has.
Que suerte no haber soportado esa tensión en mi vida laboral.
Genial, siempre es chispa para encandilarnos.
Un abrazo
Si…..ese es el problema de muchos personas…tengan los años que tengan no se llega al techo…..porque éste está cada vez más alto…o el individuo tiene menos energía…mengua?…