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La caza

El sol cae de plano y hace mucho calor. Estamos en la linde del bosque listos para lanzar el ataque. Desnudos, negros y brillantes. Primitivos. Salvajes. Lejos del hogar y de nuestros seres queridos; cansados tras una ardua marcha campo a través siguiendo el rastro de un batidor hasta la llanura blanca.

No solemos ir a esa zona porque allí somos presa fácil para las bestias aladas: no hay nada que nos camufle y se nos ve desde demasiado lejos. Además es el paso natural de los gigantes. Nadie quiere cruzarse con ellos, pues son seres misteriosos que deciden sobre nuestras vidas a capricho. Lo mismo nos ignoran que nos pisotean, nos observan o nos queman con llamas invisibles. A veces incluso nos desmiembran por puro entretenimiento. ¿Qué crueldad innata les domina para encontrar el placer en el sufrimiento ajeno?

El líder de la patrulla nos mira, alza sus antenas y da la señal. En un instante todos estamos corriendo hacia nuestro objetivo: una gran serpiente de tierra que, muerta en medio de la llanura blanca, servirá de alimento para las crías de la colonia durante varias jornadas. A su lado todos nos estremecemos. Es tan larga como diez de nosotros y dos veces más ancha. Menos mal que está muerta.

Una vez colocados a lo largo de su rugosa piel, tiramos de ella para llevarla al bosque. Será un trabajo arduo, pero es lo que la colonia espera de nosotros. Somos soldados y tenemos que estar a la altura. Cuando ya hemos conseguido arrastrar el cadáver de la serpiente de tierra hasta la linde de bosque es cuando el suelo tiembla y nuestros miedos afloran; una sacudida repentina del suelo sólo puede ser producida por una criatura. Se acerca un gigante.

Sin dejar escapar nuestra presa de entre las pinzas alzo la cabeza para ver cómo la sombra del gigante cae sobre nosotros. Y no es un gigante adulto. Un adulto es más posible que te deje en paz. No. Es una cría de gigante. Y esas son las peores. Si nunca puedes fiarte de la reacción de un gigante al verte, menos aún de la de una cría. Su impredecibilidad las hace mortalmente peligrosas.

En cuanto vemos que la cría de gigante avanza hacia nosotros el caos se adueña del pelotón: varios compañeros abandonan su puesto y huyen, mientras que otros corren de un lado para otro sin saber qué hacer. Somos pocos los que nos ceñimos a las órdenes y seguimos tirando de la serpiente. Quince empezamos la misión, ahora sólo quedamos seis. Notando cómo el rostro del gigante se cierne sobre mí, aprieto las mandíbulas y me centro en tirar hacia de la presa hacia el bosque con todas mis fuerzas. Espero poder lograrlo.

 

Foto de portada: ©Zulmahdi

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1 comentario en «La caza»

  1. Toma ya!!!!! No se si prefiero que gane las hormigas o el gigante del niño y aplaste las hormigas, son tan dañinas cuando te salen en casa…..
    Nuevamente me ha gustado hijo mío, un fuerte abrazo

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