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El bar de Elena

Hace un año cerraron el bar de siempre: tras años de amenazas, Elena por fin cumplió su palabra y decidió jubilarse. De un plumazo desapareció la barra en la que siempre te encontrabas a algún conocido, el cuenquito de frutos secos con el que te recibía, la diana junto a los baños… todo fuera de nuestras vidas para siempre.

Elena ya era mayor, de hecho era mayor cuando empecé a ir a su bar, pero todos pensábamos que lo inevitable podía postergarse para siempre. La trapa bajada y el cartel de “se alquila” dicen lo contrario.

Recuerdo que la primera vez que tomé algo allí el sitio me pareció de lo más pintoresco. La decoración era extraña, con maquetas que hacía el marido de Elena colgadas del techo y barcos embotellados sobre estanterías en las paredes. Sin embargo estaba cerca de casa, tenía buenos pinchos y precios asequibles así que terminó por convertirse en mi bar de cabecera. Además el ambiente era fantástico, con música baja, asientos cómodos y lo suficientemente lleno como para sentirte acompañado sin el agobio de tener que dar voces para que te escuchasen al otro lado de la barra.

A fuerza de ir fui conociendo a los habituales, entablando conversación hasta convertirlos en colegas con los que tomar algo. Siempre había alguien con ganas de hablar, de comentar su vida entre sorbos de cerveza o de echar una partida de dardos. Allí la compañía estaba asegurada.

Cuando Elena decidió cerrar celebramos una despedida por todo lo alto, terminando con las existencias que tenía en la despensa. Nos quedamos hasta las tantas, cantando y bebiendo por última vez en nuestro refugio. Cuando sacamos la tarta y las flores, Elena lloró como una Magdalena. Al finalizar la fiesta los que quedábamos en pie prometimos vernos la semana siguiente. Pensamos que no era necesario concretar más; la inercia nos llevaría a vernos de nuevo.

A la mañana siguiente me di cuenta de que no me apetecía mucho ir a otro bar. Era como si tuviera que guardar luto por la pérdida del de Elena. Así estuve varios días hasta que por fin me decidí a buscar al resto de parroquianos en otros tugurios. No tuve demasiada suerte. Ningún local ofrecía lo que el de Elena: el que no tenía la música alta ponía fútbol a todas horas, el otro estaba pasado de precio, aquel tenía una barra de pinchos minúscula y el de más allá estaba simplemente demasiado lejos como para que la pereza no ganase la partida a las ganas de tomar algo. Además la comunidad se había disgregado, con unos en un sitio, otros en otro… algunos incluso dejaron de aparecer por el barrio ya que su único motivo para venir era Elena.

Desde entonces me he cruzado con alguno de los parroquianos por la calle, parándonos un momento a saludar y poco más. Todo son palabras vacías, promesas de vernos sin más valor que las declaraciones de amor de un borracho a las cinco de la mañana. Con el tiempo perdí el contacto con todos ellos, pasando de la rutina al recuerdo. Ahora me doy cuenta de que no es que antes fuéramos amigos y ahora no. Es que, por mucho que me pese, sólo fue la casualidad de encontrarnos en el bar de Elena lo que nos unía. Sin ella, nuestra relación había perdido el sentido.

 

Foto de portada: ©Paola Andrea

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1 comentario en «El bar de Elena»

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