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La bandera encarnada

Miro ahora a mi alrededor y no reconozco la ciudad en la que estoy. Me acuerdo de mi llegada, de cómo me impresionó la muralla cerrada sobre el mar; de los castillos y fortificaciones protegiéndola. Del ambiente festivo en ventas y cuarteles. De los pájaros cantando en las cornisas. De las guitarras y las risas de la gente. Nada de eso queda ahora.

La revolución comenzó con fuerza, atrayendo en poco tiempo a muchísimos jóvenes que, como yo, quisimos cambiar España para bien de todos los españoles. Un país más justo, más rico y mejor administrado. Contar con los principales buques de la armada nacional nos ayudó en un inicio, e incluso pareció que nuestra causa podía salir adelante. Qué equivocados estábamos.

Probablemente cometeríamos errores, eso seguro. No fue del todo popular el bando que ordenó liberar a la mayoría de los presos, aunque sí triunfó la expropiación de fábricas y caserones a los más ricos. Las necesitábamos para dar cobijo a los revolucionarios que venían desde media España convencidos de que desde aquí aguantaríamos el empuje del ejército enviado por el Gobierno.

Las primeras expediciones salieron bien, llegando a Lorca y Orihuela por tierra e incluso hasta Valencia, Málaga y Alicante por mar. Los revolucionarios éramos aclamados como héroes al volver a casa con el botín, enardecidos por la victoria. Poco duraría nuestro jolgorio. En agosto varios de nuestros buques fueron apresados por la armada alemana: desde Madrid los habían declarado piratas en rebeldía y habían autorizado a las naciones vecinas su abordaje.

Si por mar las cosas iban mal, por tierra tampoco mejoraban: el ejército centralista terminó por llegar a nuestras murallas. Desde los castillos vimos cómo colocaban multitud de baterías rodeándonos, anticipando un bombardeo que estalló a finales de noviembre. El frío de la madrugada se volvió fuego y muerte lloviendo más de seiscientas bombas diarias. Fue una masacre. No quedan más de treinta casas en pie en la ciudad.

Los ánimos están por los suelos y el hambre y las enfermedades terminan el trabajo que las bombas han dejado a medias. La población está guarecida en el parque de artillería, el punto más seguro de toda la ciudad. Los pocos que quedamos para luchar nos repartimos entre los distintos castillos, siendo el de la Atalaya el más importante de todos. Como caiga la Atalaya, caeremos todos.

Si al mirar alrededor no reconozco la ciudad a la que hace cuatro meses vine a alistarme, tampoco me reconozco a mi mismo. El otro día encontré entre los escombros un espejo medio roto y tardé en darme cuenta que lo que veía era mi reflejo. Sabía que estaba delgado. Que visto harapos y mi pelo y mi barba están desastrados. Pero lo que no sabía es que las canas se han comido mis cabellos, y que las ojeras se han vuelto oscuras y perennes bajo mis ojos.

No puedo dejar que esta visión me afecte. Ahora que todo parece perdido sólo el coraje puede sacarnos adelante. Saber que, por muy mal que vayan las cosas, siempre podremos mirar hacia arriba y sentirnos orgullosos de representar a la bandera encarnada del Cantón de Cartagena.

 

Foto de portada: ©Wikipedia

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1 comentario en «La bandera encarnada»

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