Era un antro cualquiera, una de las muchas tascas de barrio a las que el tiempo les había pasado por encima. Una barra de pinchos casera, de años de tortillas de patata y salchichas en salsa recién salidas de la cocina de Juani; cerveza, vino de distintas densidades, y buen pan, buen queso y buenos ibéricos. Así llevaba años llevando Carlos su bar, y así lo iba a llevar los pocos meses que le quedaban antes de la tan ansiada jubilación.
El antro de Carlos tenía un nombre que nadie recordaba pese a que todavía aparecía en negro en el luminoso de la puerta. Para todos era el bar de Carlos, o la tasca de Carlos, y él con sus bigotes y sus gruesas gafas les daba la bienvenida sabiendo que el día que él faltase, el barrio seguiría conociendo aquel local como “dónde Carlos”. Treinta y seis años de negocio creaban una impronta.
Lo primero que se veía al entrar era la barra, rebordeada de una madera oscura y barnizada con décadas de grasa de humo de freidora y bayeta untada en amoniaco por las mañanas. Las mesas eran de granito, el suelo de terrazo, y en las paredes había fotos antiguas casi veladas por la luz del sol. En un esquinazo, con buen ángulo para que Carlos pudiera seguir los partidos de su Osasuna, la televisión de pantalla plana era un oasis de modernidad en un ambiente antiguo y analógico.
Pese a todo, lo que más llamaba la atención del local no era su empeño en anclarse en una época que ya no existía. Del otro lado de la barra, de espaldas a la puerta, varias cabezas se juntaban cada tarde con el espíritu de una congregación religiosa. Fuese martes o domingo, en el antro de Carlos siempre podían contarse unas seis u ocho personas que, con obstinada vocación, mantenían su visita de las nueve de la noche a su cura particular.
Era la parroquia vieja y panzuda, con cabellos blancos donde quedaban y bastones y gorras de campo, solitarios en el anular y uñas de meñique largas. Las apariencias, como suele pasar, eran engañosas, pues lo que de primeras era un grupo de hombres rubicundos y retirados del mundo, en realidad encerraba un secreto que sólo aquel que se sentase con ganas de escuchar podría desentrañar.
Y es que allí, junto a la entrada a los baños, acodado con un chato de vino que jamás se terminaba, estaba Ramiro Sánchez, uno de los tratantes de ganado más importantes de la comarca. A su lado siempre se sentaba Santiago Loureiro, veterinario encargado de certificar el cerdo ibérico y, por fuerza, amigo de años de Ramiro. Más allá, luciendo una camisa blanca llena de condecoraciones y rodeles de sudor en los sobacos, el presidente de la asociación española de micología comentaba su último viaje por Europa al tiempo que invitaba a una ronda al recién jubilado catedrático de biología de la universidad, que por su parte siempre pedía que Juani le hiciera una tortilla francesa para cenar. Escuchando la comparsa y ya algo adormilado estaba Paco, del que nadie sabía su apellido y que de joven fue palmero de Lola Flores. Y ya para cerrar el grupo, con su oronda barriga contrarrestando su voz de pito estaba Arturo Gálvez, ejecutivo de banca prejubilado y chanchullero profesional para cualquiera que tuviese dinero para invertir.
Todos se juntaban en el antro de Carlos y bebían sabiéndose solos en el mundo. Abandonados de todo y de todos salvo alrededor de aquella barra. Una realidad que no hacía más que atormentarles pues el momento en el que la trapa de su parroquia se bajaría por última vez estaba cada día más cerca.
Foto de portada: ©Joe Lavigne
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