Odio mi trabajo. Llevo tres años siendo cajera de supermercado, sonriendo a marujas y señorones con ínfulas que quieren tratos preferentes pese a sus pésimos modales. He sufrido insultos, un intento de agresión y un atraco. Mi jefe con sus cambios de turno sin avisar, su ego y sus estupideces tampoco ayudan. Tengo que salir de aquí. Tengo que ser libre.
Yo siempre he intentado hacer las cosas bien, trabajar duro y medrar en la vida. El destino, en cambio, parece que tiene otros planes. También es verdad que yo vivo donde vivo. En mi barrio, si sigues las normas, no te va a ir bien. Las malas compañías abundan, y debido a eso es más fácil acabar haciendo algo ilegal que cualquier otra cosa. Aquí la ley es otra: o te amoldas a ella o mejor haz las maletas. Por eso, de un tiempo a esta parte, sólo miro para mí.
Si la desventaja del barrio es que o te amoldas a sus normas o te aplastan, la ventaja es que todos nos conocemos y sabemos con quién hablar dependiendo de lo que necesitemos. Por eso, cuando se me ocurrió cómo sacar partido a mi posición, me fui directa a hablar con él. Con el Boli. Todo el mundo le llamaba así porque era hijo de un boliviano, y si a mí la vida me había llevado a trabajar en un supermercado, él se ganaba el sueldo traficando.
La idea era sencilla y los dos salíamos beneficiados: la última redada de la Nacional se había llevado por delante a sus mejores camellos, de modo que necesitaba una manera nueva de pasar su mercancía. Nadie sospecharía de una cajera de supermercado de barrio, así que juntos ideamos la forma de cubrir nuestras necesidades al mismo tiempo.
El primer paso fue organizar la logística: en mi taquilla se guardaría la mercancía debidamente empaquetada en pelotitas de un gramo. El cliente del Boli debía comprar algo, llegar a la caja y preguntar si la fruta la importábamos de Bolivia. Era una pregunta sencilla y lo suficientemente extraña como para evitar errores en la entrega. El último paso, el que he tenido que ensayar muchas veces en casa hasta hacerlo con naturalidad, es coger el ticket, doblarlo a la mitad, meter la mano en el mandil y deslizar en el pliego de papel una de las pelotitas de un gramo. Así de simple.
Llevo dos meses pasando droga, tanta que he tenido que ponerme de acuerdo con uno de los reponedores del supermercado para que vaya a mi taquilla a por más paquetitos cuando se me acaban. El negocio va tan bien que ya estoy haciendo cálculos del tiempo que me va a llevar ahorrar lo suficiente como para dejarlo. La libertad a un gramo de distancia.
Foto de portada: ©Franki Chamaki
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