Una era ya vieja, con el ojo muy azul y la cabeza blanca. La otra joven, de ojos oscuros y sin signos todavía de encanecer. Estaban en la costa, como cada mañana, viendo amanecer entre las dunas lejos de los nidos de los dospatas.
– Tienes que aprender rápido —decía la anciana—. No estaré siempre aquí para poder explicarte de qué va esto.
– Sí, señora.
Siempre la llamaba señora, desde que tenía recuerdo. Le había enseñado a moverse por el mundo, a colocarse en los mejores lugares para buscar alimento y flotar sobre aguas profundas sin peligro. Todo lo que sabía se lo debía a ella.
– Mira, otro dospatas ensuciando la arena.
– ¿Dónde?
– Ahí, tirando esa cosa que se llevan al morro para echar humo. Nunca te comas una de esas cosas: es veneno.
– Sí, señora.
– Qué asco de dospatas.
La vieja odiaba a los dospatas por su facilidad para cambiar el mundo sin preocuparse de cómo podía afectar a los demás. Sin encomendarse a nadie. El último nido gigante que habían construido supuso la movilización de decenas de gatos hacia su territorio, teniendo que andarse con mucho ojo desde entonces para no ser cazadas.
– Cuidado con los gatos —decía siempre la vieja—, pero más aun con los dospatas.
– Sí, señora.
Desde las alturas le adiestraba en los extraños comportamientos de los dospatas: se quedaban quietos durante horas en la playa, traían máquinas enormes para dar vueltas a la arena o emitían ruidosos pitidos desde tierra cuando otros dospatas nadaban demasiado lejos de la costa.
– Se creen los dueños del mundo, pero sólo son un castigo para los demás.
– Pero nosotras comemos lo que ellos dejan.
– Porque no saben aprovechar nada. Tiran y tiran y tiran, no hacen nada más. Nosotras y el mar sabemos más de la vida que todos ellos con sus nidos gigantes y sus máquinas. ¡Cuidado con sus restos! Poco de lo que sueltan es aprovechable y mucho es veneno. Huye sobre todo de las cosas de colores y brillantes que se quedan en la arena.
– Pero es lo que usan para envolver su comida, y huelen bien.
– Si lo tiran y no se lo comen por algo será. Quedará años en tu tripa como queda años en la arena y en el mar. Hazme caso, he visto a muchas como tú morir por comerse esas porquerías.
– Sí, señora.
El sol estaba ya en lo alto achicharrando de calor a los dospatas que, tumbados sobre telas cuadradas, cambiaban de color un verano más. La vieja y la joven los veían flotando desde el mar.
– Este año han venido muchos.
– Sí.
– ¿Qué les pasó el año pasado?
– No lo sé, pero no han aprendido nada. Mira —indicó con la cabeza dos cosas azules con gomas que flotaban cerca de ellas—. Este verano han traído cientos de estas pegadas a la cara y al final han acabado todas en la playa.
– Y no se pueden comer.
– Ni se comen ni se deshacen. Más suciedad de los dospatas. Más pruebas de que no se merecen este mundo.
La joven agachó la cabeza.
– ¿Y qué se puede hacer?
– Nosotras nada, es cosa de ellos.
– Qué triste.
– Lo es.
Después las dos gaviotas levantaron el vuelo en busca del almuerzo del día.
Foto de portada: ©Beatriz Martín
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