La playa, a estas horas, es todavía un lugar manso en el que las olas forman pequeños borreguillos sobre el agua y al fondo, muy lejos, veo algún velero que sale a navegar. Es lo bueno de tener una casa a la orilla del mar, que desayunas con unas vistas espectaculares. Sopla levante, por lo que la brisa es fresca, aunque el cielo sin nubes amenaza con un día extremadamente caluroso. Cosas de principios de agosto.
Termino el desayuno y recojo con calma; pongo una lavadora y saco una novela a la terraza: el plan de la mañana ya está organizado. A mi alrededor los primeros jubilados aparecen en la playa montando sus campamentos con sillas y sombrillas, aprovechando el madrugón para lograr la mejor posición posible. Con el paso del tiempo, medido lentamente en hojas de libro, las familias comienzan a repartirse en lugares estratégicos: cerca del chiringuito, de las duchas y del puesto de salvamento. Que con niños pequeños nunca se sabe. Así crece el alboroto, el pac-pac de las palas y los chillidos al ver cómo los flotadores multicolores se van hinchando. El sol está en lo alto y empieza a picar.
Retrepado en mi silla pienso. Siempre lo hago desde mi terraza en la playa. Pienso en las oportunidades que vendrán —no he cumplido cuarenta aún—, en mis objetivos personales y profesionales, en formar una familia… Da gusto cuando uno se sabe con el tiempo suficiente para poder hacer cosas. Para perderlo en vaguedades pues la mortalidad es apenas una mancha en un horizonte lejano y luminoso. Siempre he pensado en esas cosas, desde niño me atrevería a decir. Siempre he sido así.
Me levanto y me apoyo en la barandilla de la terraza, justo en el límite de la sombra. Hace un calor horrible. No sé cómo aguantan los niños haciendo castillos, tirándose la pelota o correteando por ahí. Es imposible. Claro que si la mortalidad para mí es una mancha en el horizonte para ellos es directamente impensable. Ellos son inmortales.
Un golpetazo a pocos metros de la terraza me pega un susto de muerte. Un bulto patalea en el suelo, pero mi vista ya no es la que era así que estiro la mano y cojo la funda de las gafas para ponérmelas. En el suelo, bajo el sol, un pájaro expira ante mi. El calor es horrible y nos pasa factura a todos. Mis manos, temblorosas y llenas de manchas, se apoyan en la mesa y vuelvo a mi asiento, en el que un libro me espera.
Bebo agua, pues el médico me ha dicho que tengo que mantenerme hidratado en todo momento, y me fijo en los hombres y mujeres que llegan a la playa con sus niños armados con palas, cubos, colchonetas y balones. Los que en otro tiempo fueron críos ahora tienen sus propias familias y vuelven a veranear aquí, al frente de mi terraza. Los ancianos que han llegado a primera hora son ahora de mi edad, y los pensamientos que tengo mirando al mar son sólo recuerdos de tiempos que ya pasaron; de remordimientos por cosas que hice y arrepentimiento por las que no me atreví a hacer.
En un rato saldré, como cada mañana de verano desde hace cuarenta años, a dar un paseo por la playa. La tradición no ha cambiado, pero sí el recorrido: ya no llego hasta el faro, como antes. Mis piernas no aguantan tanto. Sin embargo, aunque la distancia sea pequeña, sigo recorriéndola con orgullo cada día. De esa forma muestro a la Parca, a la que veo cada vez más cerca de mi terraza en la playa, que no tengo ningún miedo a lo que pueda depararme el futuro.
Foto de portada: ©Robin Lopez
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Sencillo a la par que elegante, gracias
¡Gracias a ti por leerme!