Don Ernesto miraba a su alrededor sin saber cómo reaccionar. La formación se había roto ante el empuje de los indios, que no dejaban de salir en tromba de la jungla. Cada vez más separados, sus hombres se batían sin descanso contra unos y otros, sobrepasados por un enemigo implacable al que no le importaba quebrar sus extrañas espadas de madera y obsidiana contra el duro acero de los españoles. Eran demasiados. No iban a aguantar.
— ¡No tan lejos! —gritaba cuando veía que alguno de sus hombres estaba demasiado cerca de la linde de la selva—. ¡Que no caiga ese flanco!
Por suerte las flechas ya no zumbaban en el aire, lo que significaba que o bien esos salvajes no querían herir a sus camaradas o, con un poco de suerte, no había más enemigos que los que veían. Ojala fuese lo segundo.
— ¡¡IIiiaaaaaggghh!!
Con un chillido desgarrador un corpulento indígena le había atacado por la espalda mientras intentaba sacar su arma de las tripas del último enemigo abatido. Sólo sus reflejos de soldado viejo le habían salvado de un tajo mortal, quedando la cosa en un desgarrón a la altura del pecho que manchó su camisa de un rojo brillante. Afirmó el tacón en tierra, pivotó sobre él abandonando su toledana en el cadáver, y con la daga en la diestra plantó cara al hombretón.
El indio parecía aturdido por la rapidez con la que don Ernesto se había puesto en guardia, pero no tardó mucho en lanzar un golpe tras otro con la superioridad que le daba su arma larga. El capitán español no podía hacer otra cosa que esperar su oportunidad, atisbando por el rabillo del ojo cómo le iba al resto de sus compañeros: allá al fondo tres de sus hombres estaban caídos en el suelo apretándose las heridas con las manos para que las entrañas no se les saliesen de sus cuerpos. Los taínos se mantenían todos en pie, con más orgullo que maña a la hora de defenderse. El resto estaban desperdigados por el claro, que poco a poco iba cambiando los marrones y verdes por rojos procedentes de cadáveres del nuevo y viejo mundo. Todavía no habían perdido, pero poco faltaba.
Con las piernas firmes sobre el suelo, el capitán miraba a los ojos a su enemigo marcando bien la distancia que les separaba. Parecía que el nativo mandaba, pero en realidad era él quien, observando con calma los pasos de su rival, buscaba el momento adecuado para tomar ventaja. Un momento que aprovechó para liberar al animal sediento de sangre que tenía dentro lanzándolo contra su rival para atravesarle el abdomen con la daga mientras los dos caían pecho contra pecho por el suelo. Uno menos, pensó al notar los últimos estertores y un liquido pringoso y caliente resbalarle por el antebrazo.
Recobrando el aliento, el capitán levantó la cabeza para hacerse una idea de cómo iban las cosas. Prefirió no haberlo hecho, pues de alguna maldita rendija de aquel infierno verde seguían saliendo enemigos.
— ¡Don Ernesto!
La voz era la de Juan, que seguía donde le había dejado: en la retaguardia, rodeado de mosquetes, y con una espada cogida con ambas manos mientras intentaba defenderse de un enemigo que había llegado hasta él. Era imposible levantarse a tiempo, cerrar la distancia y defender a su intérprete. Temblando de rabia don Ernesto se dio cuenta de que la victoria en aquella contienda era cosa imposible.
Un estampido rasgó el aire haciendo que todos los hombres levantasen sus cabezas abandonando por un instante la batalla. El único que no pudo hacerlo fue el guerrero que tenía a Juan atrapado, que se retorcía en el suelo con un arcabuzazo atravesándole de parte a parte. El suelo tembló y las entrañas de la jungla parieron un desfile de grandes bestias que entre nubes de pólvora cruzaron el claro al son de tambores y mosquetes.
La ayuda había llegado justo a tiempo.
Foto de portada: ©enriquelopezgarre
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