Era un jueves cualquiera de invierno, y no sé por qué me dio por bajarme al bar de abajo a tomarme un café y leer un poco. Tuve esa idea genial, que nunca tengo por razones obvias, y pertrechado con un libro, la cartera y un abrigo salí de casa. El móvil lo dejé en la mesilla para evitar tentaciones.
Pensando en por qué demonios estaba haciendo yo eso, entré en el bar. Era el típico bar de barrio, con su barra a un lado, mesas bajas y altas, su parroquia… todo esto lo digo de memoria, ya que el vaho me comió las gafas en cuanto abrí la puerta y todo se volvió humo nuboso de estruendo de gente. Por eso nunca tengo esa idea genial de bajarme a un bar a leer, porque el escándalo suele ser insoportable.
Medio arrepentido de mi decisión, me esquiné con un café ardiendo en una mesita de mármol junto a la ventana. Mis gafas seguían rezumando vaho, casi tanto como el del ventanal contra el que me apoyé, que parecía un sol y sombra de calle con la mitad translúcida y la otra mitad transparente. Me quité las lentes, abrí el libro y me puse a lo que había venido.
Después de varios intentos de retomar el mismo párrafo tras las interrupciones de la cafetera, un tipo pidiendo un carajillo a voces y el chirriar de las sillas al arrastrarse por el suelo, reconocí mi derrota y dejé el libro sobre la mesa. En cuanto el café se enfriase lo suficiente me lo bebería de un trago y a otra cosa. Mala idea la de ir a leer a un bar.
Apunto estaba de apurar la taza cuando reparé en que, al otro lado de la niebla de vaho del cristal, una falda negra se había sentado en el poyo de la ventana. Subí la cabeza y, justo donde acababa la parte translúcida, la cara de la chica sonreía hablando por el móvil mientras gesticulaba. No sé por qué, pero en uno de los giros de cabeza, de entre todos los sitios a los que podía mirar, decidió mirar al interior del bar. Era guapísima. Era guapísima y me estaba mirando.
De alguna manera pude recomponer la cara de idiota que seguramente tenía y le saludé con la mano. Ella sonrió y me devolvió el saludo. Y a mi el corazón me dio un vuelco.
Nunca he sido de pensar rápido, pero en ese momento creo que fui el tipo más avispado de todo el planeta. Al menos durante un momento. De alguna parte me vino el coraje para pintar cuatro rayas en el vaho y hacer un círculo en una esquina. Después la señalé y alcé las manos en un gesto que podría significar cualquier cosa. Afortunadamente ella volvió a sonreír y señaló el centro de las líneas, empezando así una partida de tres en raya.
Como por el lado de la calle no se podían marcar ni cruces ni círculos, ella me indicaba con su dedo enguantado su siguiente jugada. Yo bromeaba, le apuntaba a casillas peores y me reía de su fingido enfado. Todo sin que ella soltase el teléfono. En una de estas señaló la portada de mi libro, se señaló el pecho y alzó un pulgar. A ella también le gustaba ese libro. Si eso no era una señal del destino yo ya no sé qué podía serlo.
Al terminar la tercera partida se levantó y me guiñó un ojo. Era mi oportunidad. Tomé el libro, me armé de valor y salí del bar. No sabía qué iba a decirle, pero tenía que decirle algo. Respiré hondo, me puse el abrigo y giré la esquina para encarar a… nadie. En la ventana sólo quedaban los restos medio borrados de las tres partidas de tres en raya. Y allí, lejos bajo la luz de las farolas, la falda negra se alejaba de mi vida junto a un chico que le estrechaba la cintura.
Foto de portada: ©islandworks
¿Te ha gustado el relato?Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram. Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web. ¡Disfruta de la lectura! |