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La ronda de noche

Es un día normal en el museo. Tan anodino como cualquier otro. O eso piensan los guardias. La sala es una de las más importantes del edificio, y por tanto siempre tiene que haber allí un guarda con su walkie-talkie, su camisa con el logo del Rijksmuseum, su pantalón gris y sus brillantes zapatos negros.

El trabajo es sencillo, tanto que cualquiera podría hacerlo: conocer cuatro detalles sobre los cuadros que allí se exponen, estar atento por si alguien se acerca más de la cuenta a alguno y tener un par de toneladas de paciencia y buenos modos para lidiar con visitantes pesados. Como ese que se empeña en ver aquel lienzo del fondo demasiado cerca, o el gabacho que sin tener ni idea de inglés intenta preguntar algo de muy malos modos. Ah, y el baño por el pasillo a la izquierda, gracias.

En esa mañana normal nadie ha caído en la cuenta de lo que está pasando. De cómo la barbarie se ha introducido en el museo y ningún ojo la ha visto llegar. De esa mirada desenfocada y enferma que, poco a poco, se va acercando a su objetivo, si es que tiene objetivo alguno. En el templo de la belleza y la conservación, de la cultura, el saber, el arte como máximos exponentes del desarrollo humano, un apóstata camina entre sus iguales listo para atacar.

El cuerpo tiembla, las manos sudan y por un momento cree que le han descubierto. El de seguridad le mira mucho. Cambio de planes, a otra sala. No, no puede. Ha venido a por él: aunque borroso en su problemática mente eso ya está claro. Está claro porque lo ha visto y porque de alguna manera necesita que sea ese. Algo en su interior chilla que lo haga, que aparte a esa señora gorda y vieja que se interpone entre él y su presa y acabe con todo. Todavía no. Respira hondo y otea los alrededores. Todavía no.

El vigilante mira el reloj. Está cansado y sólo quiere que le releven. Son muchas horas de pie, esperando el cambio de turno con más ganas de las que puede hacer ver a los visitantes que pululan por la sala. No quedaría bien junto a los trazos de Rembrandt verle como un hombre arrugado y deshecho; y sus jefes tampoco lo permitirían. Ahoga un bostezo entre sus dos manos y se estira disimuladamente sin terminar el gesto. La sangre se le hiela al ver lo que está a punto de ocurrir, demasiado lejos de su mano como para poder evitarlo.

Es ahora o nunca. El vigilante del museo está al otro lado de la sala y está despistado. Está perdido. El fuerte latir de las sienes marca el ritmo para dar dos pasos, apartar a la gorda y, sin esperar a sus quejas, abrir la chaqueta y con esa mano sudada pero ya firme tomar la cacha del cuchillo, alzarlo por encima de su cabeza, y atacar.

El acero relampaguea mientras se mete una y otra vez en el cuadro, rasgándolo de arriba a abajo ante el horror del público y del vigilante, que sale corriendo dando voces para reducir al agresor. Los gritos estallan y llegan otros guardias que rápidamente inmovilizan al salvaje. Ya con el cuchillo a buen recaudo se levantan para mirar consternados el resultado: una docena de cuchilladas rasgan piernas, brazos y armas de La ronda de noche, mostrando la furia del asalto.

— ¿Quién haría algo así? —musita el guardia del museo acariciando el grueso marco al borde del llanto.
— Un enfermo —oye que le dicen.

Lejos, en el corredor, las exageradas carcajadas del hombre que ha llevado a cabo el ataque parecen darle la razón mientras se lo llevan detenido.

 

Foto de portada: ©Rembrandt

 

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