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La primera piedra

Nadie en la ciudad quiere perderse tan augusto acontecimiento: no todos los días se pone la primera piedra de una catedral. La sociedad salmantina se estratifica alrededor del lugar donde ya está lista la roca que dará comienzo a las obras, con las gentes de mejor calidad junto a las autoridades y el clero rodeando el pedrusco, y el resto de la población cubriéndoles las espaldas intentando ver el espectáculo. La mañana anterior se había rezado mucho en las misas dominicales para que el proyecto llegase a buen puerto, agradeciendo también la decisión de mantener la catedral existente –que pronto pasará a ser llamada catedral vieja– como principal templo de la ciudad. De hecho el nuevo edificio va a ser construido junto al antiguo templo románico, aprovechando uno de sus muros según la planta trazada por Antón Egas y Alonso Rodríguez.

Las conversaciones enmudecen cuando el obispo, Francisco de Cabrera y Bobadilla, alza el hisopo para bendecir la primera piedra. Después pide una oración que hace que todos los sombreros emplumados de los elegantes nobles y las gorras y chambergos que llevan los hombres más humildes sean retirados dando paso a un murmullo quedo que une todas las voces en un único canto litúrgico. Al finalizar el obispo sonríe y hace una señal al maestro de obra, Juan Gil de Hontañón, que junto con la cuadrilla de obreros se pone manos a la obra y pronto dejan perfectamente asentado el primer sillar de la futura seo. La masa rompe a aplaudir.

Desde la torre mocha, el cimborrio de la catedral románica de la ciudad, varios estudiantes ven el espectáculo con gran emoción imaginando las dimensiones que tendrá la mole de piedra que ha empezado a erigirse ese día. Los que se las dan de más eruditos intentan quedar por encima de sus compañeros calculando el tiempo que tardarán los obreros en terminar la obra, cerrando sus apuestas muy lejos de los más de doscientos cincuenta años que transcurrirán hasta ver acabado el proyecto. Tras la ovación abandonan su improvisada atalaya con cuidado de no encontrarse con el severo guarda del templo.

Cuando el acto termina la muchedumbre parece reparar al mismo tiempo en que no es fiesta y que hay obligaciones que cumplir. Es lunes y por mucha catedral que se erija a honor y gloria del Altísimo la vida va a seguir siendo igual de difícil. Poco a poco van abandonando la explanada, en la que la silueta del nuevo templo parece la tumba de un gigantesco titán al que todavía no le ha llegado su hora. Los saludos y despedidas dan paso al trajín normal de la ciudad y sus gentes entre las callejuelas que conforman el centro de la urbe.

Sin embargo el recogimiento y orgullo de levantar un nuevo templo no embarga por igual a todos los salmantinos. En la explanada un grupo de hombres se mantiene quieto esperando a que la zona se despeje; para ellos la liturgia no es más que la pátina de pintura con la que se adorna la fría y dura piedra que es su trabajo. Por delante les esperan años de largas jornadas, fríos inviernos y sol de justicia en verano, sumando a ello el peligro constante de sufrir un accidente. Solamente los más jóvenes rompen la seriedad del ambiente, pues todavía no han perdido a ningún compañero al fallar una grúa o caer de un andamio. Hay riesgos que aún no conocen.

Un silbido rasga el aire atrayendo la atención de todos. Juan Gil de Hontañón empieza a dar las primeras instrucciones a los obreros, que de forma mecánica reaccionan saliendo de su letargo. La pompa sagrada que rodea a la construcción no es para ellos, e inician su trabajo cruzando miradas de complicidad que parecen decir siempre lo mismo: A Dios rogando… y con el mazo dando.

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