Eran cinco, suficientes para el trabajo. No lo habían preparado muy bien, no tenían tiempo ni eran profesionales, pero la urgencia obligaba. El mundo debía entender que la situación era más grave de lo que las televisiones mostraban, y eso bien valía el riesgo.
El nitrato de amonio lo habían conseguido colar a través de la frontera en bolsas de varios refugiados. Eran gentes de campo, por lo que hacerse con ese fertilizante había sido cosa fácil. Más complicado había sido robar la gasolina, pero su determinación era clara: el mundo entero debía de entrar en el conflicto, y eso dependía de que su plan saliera bien.
La bomba apenas cabía en la carretilla. Por suerte Dorohusk seguía disfrutando de noches tranquilas pese al incremento de fuerzas internacionales en los alrededores y el constante llegar de refugiados del otro lado de la frontera. El lugar elegido estaba a las afueras del pueblo, entre dos casas grandes un poco apartadas de la carretera principal. Hacia él se dirigían las cinco: vestidas de negro, con los pechos vendados y las melenas ocultas por pañuelos que les caían hasta la cara. Soltando vaho en la oscuridad de la noche y con el frío del invierno clavándose en sus huesos. A ellas no les habían dejado pelear en el frente junto a sus maridos, pero no por ello iban a quedarse de brazos cruzados. Sin ayuda internacional estaban perdidos. Había que llevar la guerra al resto de naciones.
Una vez la bomba estuvo colocada en el lugar indicado agujerearon en el bidón de gasolina de modo que un reguero apestoso fuese deslizándose suavemente hasta la calle. En las ventanas de las casas se podía ver luz, familias inocentes que no sabían lo que estaba a punto de ocurrir. Sin embargo ellas no sentían remordimiento alguno. A buen seguro Dios les perdonaría por lo que estaban a punto de hacer.
Cuando ya estaba todo listo las cinco se miraron en la oscuridad. Dos lloraban en silencio. Todas se daban las manos apretándoselas muy fuerte tiritando de frío. Ellas no eran malas. Ellas no querían eso. Pero no tenían otro remedio.
Por fin la que parecía la lideresa soltó la mano de su compañera y sacó del bolsillo una caja de cerillas. Con un gesto indicó a sus compañeras que empezasen a moverse y de un giro de muñeca rascó la cabeza de un fósforo contra el suelo prendiéndolo al instante. La repentina luz le hizo entrecerrar los ojos marcando mil arrugas alrededor de ellos. Era una mujer mayor, muy mayor, de las que luchaban no sólo por sus hijos sino también por sus nietos. Después dejó caer la llama hasta el reguero de gasolina y echó a correr.
La explosión de la bomba cogió a la ciudad por sorpresa. La noticia aparecería en los informativos de todo el mundo, y con un poco de suerte la comunidad internacional se creería que un misil descontrolado había caído en territorio OTAN. Ojalá fuese suficiente para hacerles intervenir en la guerra.
Foto de portada: ©DeSa81
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