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Drácula

– ¡Daniel, a la cama!

La orden no tardó en ser obedecida y pronto el niño estaba disfrutando de las caricias de sus padres antes de apagar la luz y despedir el día. Arropado, oliendo a limpio tras el baño y con los ojos cerrados le desearon buenas noches. Por fin los adultos contaban con un momento de tranquilidad para comentar el día sin un polvorín de nueve años luchando contra enemigos imaginarios a lomos de un caballo invisible por el salón. Un rato de paz mientras el crío dormía, esa era la idea, aunque Daniel no lo tenía tan claro. El cierre de la puerta del salón fue la señal esperada para poner en marcha su plan.

El objetivo era el despacho de su padre, que hacía las veces de biblioteca al disponer de estanterías llenas de volúmenes de toda forma y condición. Sin embargo sólo uno importaba entre todos ellos: la presa era un libro viejo, negro, con tapas de cuero y solamente tres palabras grabadas en su portada. Drácula, Bram y Stoker. Una inocente pregunta a papá había llevado a Daniel a enterarse de que ese era un libro para mayores, convirtiéndolo automáticamente en el más atractivo de todos los que había en la habitación. Días de planificación terminaban aquella noche, la que iba a convertirse en la primera de muchas en las que la lectura sustituiría al sueño. A costa de simular un capricho con berrinche incluido –no había que levantar sospechas– se había hecho con una pequeña linterna para leer en la cama, considerando que el mejor momento para el robo era el rato entre su hora de ir a dormir y la de sus padres. Un lapso de tiempo perfecto para la escaramuza. Con el corazón palpitando fuertemente en el pecho el niño recorría los pocos pasos que separaban su cama de la puerta de su habitación, abriéndola con sumo cuidado palpando a tientas en la oscuridad. No podía arriesgarse a encender la linterna ya que la puerta del salón era translúcida y podrían verse los reflejos de luz en el pasillo, de modo que siguió en penumbra por delante del baño, frente al cuarto de sus padres, hasta la entrada del despacho. La puerta chascó al abrirse aterrorizando a Daniel, que a punto estuvo de abortar la misión. Entonces recordó a los héroes de sus libros e inspirado por ellos decidió, antes de huir, escuchar. Nada. Nadie salió del salón a ver qué ocurría.

Una vez dentro del despacho Daniel encendió la lámpara de bolsillo, que no era más grande que su dedo índice, y examinó las estanterías. No tardó mucho en dar con el libro que buscaba, rodeado de otros de aspecto igualmente serio y aire majestuoso. Parecían los ancianos de la biblioteca, aquellos que conocían todos los secretos importantes encerrándolos en su interior para que sólo los más osados los descubriesen. Osados como Daniel, que con extremo cuidado deslizó el volumen sobre la balda y balanceó su peso entre sus manos. A la luz de la linterna las tres palabras brillaban plateadas de forma amenazante… ¿Qué tendría aquél libro para que papá dijese que era para mayores? Poco importaba pues pronto lo iba a saber.

Iba ya Daniel a emprender su ruta de vuelta al refugio cuando escuchó al otro lado del pasillo cómo la puerta del salón se abría, trayendo hacia él los inconfundibles pasos de su padre camino del despacho. Le iban a pillar. Todo su plan se iba al traste y no sólo eso, probablemente le prohibirían entrar en la biblioteca para siempre. Con un nudo en la garganta el niño se apoyó contra la pared y cerró los ojos haciéndose un ovillo alrededor de su trofeo. El frío de los lomos de los libros en la estantería le empujaba por la espalda mientras el sordo sonido de las pisadas se iba acercando más y más hasta que un fogonazo se coló por el quicio de la puerta. Después la luz desapareció dando paso al metálico crujido del pestillo del baño al cerrarse. Falsa alarma.

Con el corazón todavía en un puño Daniel decidió que era momento de batirse en retirada. Tenía el libro, nadie le había visto y disponía de campo libre para regresar a su base de operaciones. Moviéndose como un sigiloso felino cerró la puerta del despacho, pasó por delante de la puerta del baño y llegó a su habitación. Sudoroso pero feliz accionó la manilla y respiró hondo al verse a salvo junto a su cama. Misión cumplida. Apretando el lomo de cuero contra su pecho se acomodó en la cama, dejó caer la manta por encima de su cabeza, y no pudo reprimir un escalofrío al iluminar frente a su rostro el título del libro que iba a comenzar. Ese libro para mayores que se suponía que no debía leer. Drácula.

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